El ambiente en la escuela Santiago de los Ríos estaba cargado de nerviosismo y expectativas. Las finales regionales de matemáticas estaban a la vuelta de la esquina, y todo el mundo hablaba de ello. Los estudiantes, los maestros, incluso los padres, no dejaban de comentar sobre la importancia de la competencia. Este año, Santiago de los Ríos tenía una oportunidad real de llevarse el primer puesto, algo que no sucedía desde hacía más de una década.
En medio de todo ese revuelo, Diego, un chico de doce años, se encontraba en el centro de la atención. No era que Diego disfrutara del protagonismo, pero su habilidad con los números lo había colocado en el equipo de matemáticas de la escuela. Sus compañeros lo veían como el genio matemático que, con un poco de suerte y esfuerzo, podría llevar a la escuela a la victoria. Junto a él estaban Valeria y Julián, dos estudiantes igualmente talentosos, aunque con menos confianza en sí mismos que Diego.
Los tres formaban el equipo que representaría a la escuela en las finales, y con el gran día acercándose, las expectativas recaían fuertemente sobre sus hombros. Diego, en particular, sentía la presión. No solo porque quería ganar, sino porque el orgullo de su familia y de la escuela dependía de ello.
Una tarde, después de las últimas prácticas oficiales, Diego estaba guardando sus libros cuando escuchó una conversación que le hizo detenerse. En el aula contigua, algunos de sus compañeros hablaban sobre los exámenes.
—Dicen que la escuela San José ya tiene las preguntas —comentó un chico que Diego reconoció como Lucas, un alumno de un grado menor—. Tienen las respuestas de las finales. ¡Ya están preparados para todo!
—¿Cómo que tienen las respuestas? —preguntó otro chico, sorprendido.
—Sí, mi hermano mayor me lo dijo. Un amigo suyo trabaja en la imprenta que prepara los exámenes y logró conseguir una copia. Si ellos ya saben las respuestas, estamos perdidos.
Diego se quedó paralizado por un momento. La idea de que la competencia no fuera justa lo inquietaba profundamente. San José era conocida por ser una de las mejores escuelas en la región, y si ya tenían las respuestas, ganar sería casi imposible. Su mente comenzó a correr. ¿Qué pasaría si él también tuviera acceso a esas respuestas? No era que él fuera alguien deshonesto, pero la presión de ganar lo estaba consumiendo.
Esa noche, Diego apenas pudo dormir. Su cabeza estaba llena de números, preguntas y la incertidumbre sobre si San José realmente tenía una ventaja injusta. Al día siguiente, mientras caminaba hacia la escuela, se encontró con Valeria y Julián. Ellos también parecían nerviosos, aunque por diferentes razones.
—¿Crees que podamos ganar? —preguntó Valeria, ajustándose sus gafas con preocupación—. San José es increíblemente buena. Mi hermano compitió contra ellos hace dos años y dijo que eran como calculadoras humanas.
—No lo sé —respondió Diego distraídamente—. Pero necesitamos dar nuestro mejor esfuerzo.
Julián, que siempre trataba de ver el lado positivo, intentó calmar los nervios del grupo.
—Lo importante es que nos hemos preparado bien. Lo que pase, pasará, pero hemos trabajado duro para esto. No tenemos nada que temer.
A lo largo del día, Diego no podía dejar de pensar en lo que había escuchado la tarde anterior. Sabía que el camino correcto era competir limpiamente, confiar en su propio trabajo y el de sus compañeros. Pero la tentación de encontrar una manera de igualar la supuesta ventaja de San José lo atormentaba. ¿Qué haría si alguien le ofreciera las respuestas? ¿Las tomaría, sabiendo que de esa forma asegurarían la victoria?
Esa misma tarde, cuando Diego regresaba a casa, una figura familiar lo sorprendió. Era Lucas, el mismo chico que había hablado sobre las respuestas. Al verlo, Diego sintió una extraña sensación de anticipación. Como si su próximo movimiento definiera todo.
—¡Hey, Diego! —lo llamó Lucas—. Escuché que vas a las finales de matemáticas. Debe ser emocionante, ¿no?
—Sí, algo así —respondió Diego, tratando de sonar despreocupado.
—Oye, tú siempre has sido el mejor en matemáticas, pero… he estado pensando. Si realmente quieres asegurar la victoria, tal vez pueda ayudarte.
Diego sintió un nudo en el estómago. Sabía a dónde iba la conversación.
—¿Cómo exactamente? —preguntó Diego, intentando mantener la calma.
Lucas bajó la voz y miró a su alrededor antes de hablar.
—Conozco a alguien que puede conseguir las respuestas. No es tan difícil, solo tienes que decirme si estás interesado. Imagínate, Diego, llevar a tu escuela al primer lugar, asegurarte de que San José no gane. Nadie sabría nada. Sería una victoria segura.
Diego se quedó en silencio. Su corazón latía con fuerza. Por un lado, sabía que lo que Lucas le ofrecía era un atajo tentador. Pero, por otro lado, sentía que algo estaba muy mal. Recordó las palabras de su madre cuando era más pequeño: “La verdad siempre encuentra su camino, Diego. No importa cuánto la escondas, siempre saldrá a la luz”. Esas palabras resonaban en su cabeza, pero la presión de ganar, de cumplir con las expectativas, era casi insoportable.
—Lo pensaré —respondió Diego, intentando alejarse lo antes posible.
Esa noche, el dilema lo atormentaba. Sabía que competir honestamente era lo correcto, pero ¿y si San José ya tenía las respuestas? ¿No sería justo, entonces, que él hiciera lo mismo? Cerró los ojos, esperando que la respuesta viniera a él, pero en lugar de claridad, solo sentía más confusión.
El día de la final estaba a la vuelta de la esquina, y Diego tenía que tomar una decisión. ¿Arriesgarse a perder siendo honesto o asegurar la victoria tomando un atajo?
Los días previos a la final de matemáticas pasaron como un suspiro. A medida que se acercaba la fecha, Diego sentía que una nube oscura lo seguía a todas partes. Por fuera, trataba de actuar con normalidad, asistiendo a las últimas prácticas con Valeria y Julián, pero por dentro, su mente estaba en constante conflicto.
Una tarde, dos días antes de la competencia, Valeria lo alcanzó a la salida de la escuela.
—Te noto raro últimamente, Diego. ¿Estás bien? —preguntó mientras ajustaba su mochila al hombro.
Diego se esforzó por sonreír, pero sabía que no podía engañarla.
—Sí, es solo que… no puedo dejar de pensar en San José. ¿Y si ya tienen las respuestas? Sería injusto competir si ellos ya están preparados de antemano.
Valeria lo miró con una mezcla de sorpresa y preocupación.
—¿De dónde sacaste eso? ¿Cómo sabes que tienen las respuestas?
Diego vaciló. Sabía que no debía contarle lo que Lucas le había dicho, pero la necesidad de desahogarse era más fuerte.
—Escuché algo el otro día. Dicen que alguien de San José consiguió una copia de las preguntas. Si eso es cierto, no tenemos ninguna posibilidad. Por más que nos esforcemos, ellos ya tienen una ventaja.
Valeria frunció el ceño y se detuvo, obligando a Diego a mirarla a los ojos.
—¿Y eso te molesta tanto porque…?
—Porque si ellos ya tienen las respuestas —dijo Diego, eligiendo con cuidado sus palabras—, tal vez nosotros deberíamos hacer lo mismo. ¿No sería justo? Si ellos van a hacer trampa, entonces nosotros deberíamos tener la misma oportunidad, ¿no?
Valeria lo observó en silencio por un momento, claramente sorprendida por lo que acababa de escuchar. Luego sacudió la cabeza lentamente.
—No puedo creer que estés diciendo eso, Diego. Tú eres el mejor en esto. Si alguien puede ganarle a San José, eres tú. No necesitas hacer trampa. Nadie lo necesita.
Diego sintió un nudo en la garganta. Sabía que Valeria tenía razón, pero la tentación de nivelar el campo de juego era abrumadora.
—Es que no se trata solo de mí. Se trata de la escuela, de mis padres. Todos esperan que ganemos. No quiero decepcionarlos —admitió en voz baja.
Valeria suspiró y puso una mano en el hombro de Diego.
—Yo también estoy nerviosa, y sé que Julián lo está. Pero hacer trampa nunca es la solución. Piensa en lo que significaría ganar sabiendo que no lo hiciste de forma honesta. Esa victoria no valdría nada. No seríamos diferentes a ellos.
Las palabras de Valeria se quedaron con Diego el resto del día. En el fondo, sabía que tenía razón, pero la duda seguía allí, persistente, como una espina que no podía quitarse.
Al día siguiente, mientras Diego se dirigía a la biblioteca para repasar una última vez antes de la competencia, se encontró nuevamente con Lucas. El chico lo saludó con una sonrisa astuta y, sin preámbulos, le ofreció un sobre.
—Aquí tienes. Las preguntas de la final de matemáticas. Solo tienes que echarles un vistazo. Nadie lo sabrá.
Diego miró el sobre como si quemara. Sabía que, con solo abrirlo, todo cambiaría. La presión en su pecho se hizo más fuerte mientras Lucas esperaba, impaciente por su respuesta.
—No puedo —dijo Diego finalmente, retrocediendo un paso.
—¿Estás seguro? —insistió Lucas—. Todos lo hacen. Nadie te juzgará por querer ganar.
Pero Diego no respondió. En lugar de eso, dio media vuelta y se fue corriendo. Sentía el corazón latiéndole con fuerza, no solo por la carrera, sino por la decisión que acababa de tomar. El peso de la tentación aún estaba presente, pero algo dentro de él se sintió más ligero. No podía traicionar lo que sabía que era correcto, no importaba lo que dijeran los demás.
Esa misma tarde, en casa, Diego se sentó a hablar con sus padres. Durante todo este tiempo, había estado intentando ocultar sus miedos y dudas, pero ya no podía más. Les contó todo: la presión que sentía por ganar, el rumor sobre San José, e incluso la oferta que Lucas le había hecho.
Su madre lo escuchó en silencio, con una mirada serena, mientras su padre fruncía el ceño, claramente preocupado.
—Diego, sé que quieres hacer lo correcto —dijo su madre suavemente—. Pero a veces lo correcto es lo más difícil. Hacer trampa puede parecer una solución fácil, pero ¿qué le enseñas a los demás si lo haces? ¿Y qué te enseñas a ti mismo?
Su padre, un hombre de pocas palabras, asintió en silencio, pero luego habló con firmeza.
—Ganar no es lo más importante, hijo. Lo más importante es cómo llegas a la meta. Si cruzas la línea sabiendo que hiciste trampa, esa victoria nunca te hará sentir realmente bien. La verdad siempre encuentra su camino, y es mejor que tú mismo seas quien la defienda.
Diego los miró a ambos y, por primera vez en días, sintió que algo en su interior comenzaba a calmarse. Sabía que la decisión correcta era competir honestamente, sin trampas ni atajos. Sus padres tenían razón: la verdad encontraría su camino, y él quería estar del lado correcto de esa verdad.
La noche antes de la final, Diego se fue a la cama sintiéndose más tranquilo. El dilema seguía allí, pero ya no lo controlaba. Sabía que al día siguiente enfrentaría el examen con todo lo que había aprendido y que, ganara o perdiera, lo haría con la conciencia limpia.
A la mañana siguiente, el equipo de Santiago de los Ríos se reunió en la entrada de la escuela para dirigirse a las finales regionales. Diego, Valeria y Julián estaban nerviosos, pero listos. El gran día había llegado, y aunque el miedo al fracaso seguía presente, Diego ya no sentía la tentación de buscar un atajo.
Había elegido la verdad, y ahora estaba preparado para ver hasta dónde lo llevaría.
El gran día había llegado. Diego, Valeria y Julián entraron al auditorio donde se llevarían a cabo las finales regionales de matemáticas. El ambiente estaba cargado de tensión; estudiantes de diferentes escuelas se acomodaban en sus respectivos lugares, listos para la competencia. Las banderas de las instituciones ondeaban en las paredes, y los profesores y padres de familia ocupaban las gradas, esperando ansiosos el inicio del evento.
Diego observó el espacio mientras caminaban hacia sus asientos asignados. Su mente todavía repasaba los conceptos matemáticos que habían estudiado, pero la paz interior que había encontrado la noche anterior lo ayudaba a mantener la calma. Sin embargo, cuando vio al equipo de San José, el nerviosismo volvió a asomar. Los tres estudiantes del equipo rival estaban tranquilos, sonriendo entre ellos, lo que no hacía más que aumentar sus sospechas. ¿Realmente tendrían las respuestas? Diego intentó apartar esos pensamientos de su cabeza y se concentró en lo que él podía controlar: su propio desempeño.
—¿Listos? —preguntó Julián con una sonrisa nerviosa mientras se sentaban.
—Lo estamos —respondió Valeria, ajustándose las gafas.
Diego asintió en silencio. Sabía que había tomado la decisión correcta al rechazar el sobre con las respuestas, pero eso no hacía que el reto fuera menos intimidante.
El director del evento subió al escenario y, tras unas palabras de bienvenida y felicitaciones a los participantes por haber llegado a las finales, anunció el inicio de la competencia. Cada equipo recibiría un cuadernillo con problemas de matemáticas que tendrían que resolver en un tiempo limitado. El equipo con más respuestas correctas en el menor tiempo sería el ganador.
El corazón de Diego comenzó a latir con fuerza cuando los cuadernillos fueron repartidos. El auditorio se sumió en un silencio casi absoluto mientras los estudiantes abrían los sobres y comenzaban a resolver los problemas. Valeria y Julián trabajaban junto a él, cada uno concentrado en su parte del examen. Diego, aunque nervioso al principio, pronto se sintió absorbido por los números, las fórmulas y las ecuaciones que tanto le gustaban. Se dio cuenta de que su amor por las matemáticas era más fuerte que cualquier temor o duda.
A medida que avanzaba en las preguntas, Diego sintió que las horas pasaban volando. A su lado, Valeria murmuraba para sí misma mientras resolvía problemas complejos, y Julián, con su característico optimismo, sonreía cada vez que lograba resolver una ecuación difícil.
Cuando faltaba solo media hora para terminar, Diego levantó la vista por un momento y vio algo que lo dejó inquieto: uno de los estudiantes de San José estaba mirando su cuadernillo de una forma extraña. No parecía estar concentrado en resolver las preguntas, sino en algo más. De repente, el chico hizo un gesto rápido hacia su compañero, como si intentara señalarle algo. Diego sintió un escalofrío en la espalda. ¿Estarían utilizando las respuestas que Lucas había mencionado? La sospecha le pesaba, pero Diego se recordó a sí mismo que ya no importaba lo que hicieran los demás; él había elegido el camino de la verdad.
El tiempo pasó, y finalmente, el director anunció el final de la competencia. Los cuadernillos fueron recogidos, y ahora solo quedaba esperar. Diego, Valeria y Julián intercambiaron miradas cansadas pero satisfechas. Habían dado su mejor esfuerzo. Ahora todo estaba en manos de los jueces.
Los minutos parecieron horas mientras los organizadores revisaban los exámenes. Los estudiantes charlaban entre ellos, algunos nerviosos, otros más relajados. El equipo de San José seguía mostrando esa tranquilidad sospechosa, lo que hacía que Diego sintiera una mezcla de incomodidad y curiosidad. ¿De verdad habrían hecho trampa?
Finalmente, el director volvió al escenario con un sobre en la mano. Todos los presentes guardaron silencio.
—Después de una revisión exhaustiva de los resultados —dijo con voz solemne—, hemos llegado al momento de anunciar al equipo ganador de las finales regionales de matemáticas. Primero, queremos agradecer a todos los participantes por su dedicación y esfuerzo. Todos ustedes son verdaderos campeones.
Diego sintió que su corazón latía con más fuerza. Aunque sabía que el resultado no cambiaría su decisión, no podía evitar sentir los nervios del momento.
—El equipo que ha obtenido el mayor número de respuestas correctas y, por lo tanto, el ganador de las finales regionales es… —el director hizo una pausa dramática— el equipo de Santiago de los Ríos.
Por un segundo, el tiempo pareció detenerse. Diego, Valeria y Julián se miraron incrédulos, como si no pudieran creer lo que acababan de escuchar. Pero cuando la realidad golpeó, una sonrisa enorme apareció en los rostros de los tres. ¡Habían ganado!
La emoción llenó el auditorio mientras los aplausos estallaban. Los profesores de Santiago de los Ríos corrieron a felicitar a sus estudiantes, y los padres de Diego, que estaban entre el público, no paraban de aplaudir. Diego se levantó con una sonrisa de oreja a oreja, abrazando a sus compañeros. El sentimiento de triunfo, esta vez, no solo venía de ganar la competencia, sino de saber que lo habían hecho de manera justa.
Mientras los equipos recogían sus cosas y se dirigían al podio para recibir las medallas, Diego no pudo evitar mirar de reojo al equipo de San José. Para su sorpresa, los tres estudiantes tenían una expresión extraña, de derrota mezclada con algo más. Mientras uno de ellos miraba al suelo, los otros dos intercambiaban miradas tensas. Parecía que la verdad, de alguna manera, había encontrado su camino. Diego sintió una satisfacción tranquila al darse cuenta de que, sin importar lo que hubieran hecho, su equipo había ganado por mérito propio.
Cuando subieron al podio para recibir sus medallas, Diego no pudo evitar pensar en lo cerca que había estado de tomar un atajo. Si hubiera aceptado el sobre con las respuestas, este momento no habría significado nada. Pero ahora, mientras el director colocaba la medalla de oro alrededor de su cuello, supo que había tomado la decisión correcta.
Al bajar del podio, su madre lo abrazó con fuerza.
—Estoy tan orgullosa de ti, Diego. No solo por ganar, sino por hacerlo de la manera correcta.
Diego sonrió, sintiendo una profunda satisfacción. La verdad había encontrado su camino, y él también.
moraleja La verdad siempre encuentra su camino.
Y colorín colorín, este cuento llegó a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.
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