Matías siempre había sido un chico confiable, al menos eso era lo que pensaban sus amigos y familiares. A sus 12 años, se destacaba por ser un niño curioso y vivaz, alguien que siempre buscaba aprender algo nuevo y estaba dispuesto a ayudar a quien lo necesitara. Desde muy pequeño, sus padres le habían enseñado que la confianza era como un hilo muy delgado: una vez roto, era difícil volver a unirlo.
Sus mejores amigos, Samuel y Clara, lo consideraban parte esencial de su pequeño grupo. Solían juntarse a jugar después de clases en el parque del barrio, donde podían pasar horas entre risas y desafíos. Un día, mientras estaban reunidos bajo su árbol favorito, Clara propuso una idea que cambiaría las cosas.
—¿Y si hacemos algo diferente este fin de semana? —sugirió Clara, con una sonrisa entusiasta—. Podríamos organizar una venta de galletas para recaudar fondos y donar algo al refugio de animales. ¡Así ayudamos a los perritos sin hogar!
Samuel aplaudió la idea de inmediato, siempre interesado en ayudar a los animales. Matías, aunque más pensativo, también accedió.
—Suena genial —dijo Matías, aunque en el fondo no estaba completamente convencido. Sabía que tendría que esforzarse para hornear y vender, y que el fin de semana era su tiempo libre para jugar videojuegos o descansar. Pero no quiso decepcionar a sus amigos.
Clara, siendo la más organizada, repartió las tareas.
—Yo me encargaré de hacer las galletas, Samuel puede ayudarme con los ingredientes, y Matías —dijo, girándose hacia él—, tú podrías encargarte de traer la mesa y asegurarte de que todo esté listo el domingo. ¿Te parece bien?
—Sí, claro —respondió Matías, tratando de no sonar desinteresado—. Cuenten conmigo.
Con todo listo, los tres se despidieron esa tarde, emocionados por lo que les esperaba el fin de semana. Matías, sin embargo, comenzó a sentir una ligera presión. Entre sus responsabilidades en casa y sus propios planes para pasar tiempo jugando en línea con algunos amigos, se preguntaba si realmente podría cumplir con lo que había prometido.
El sábado pasó sin grandes problemas, aunque Matías no había hecho mucho para prepararse. Decidió dejar todo para la mañana del domingo, cuando pensaba que tendría tiempo de sobra. Durante la tarde, Samuel le mandó un mensaje recordándole la importancia de la actividad.
—No te olvides de traer la mesa y las sillas mañana —escribió Samuel—. Clara ya está preparando las galletas.
—No te preocupes —respondió Matías rápidamente—, todo bajo control.
Sin embargo, en la mañana del domingo, Matías se despertó con una sensación de agotamiento. La noche anterior había jugado hasta tarde, perdiendo la noción del tiempo. Miró el reloj y se dio cuenta de que tenía solo una hora antes de que se encontraran en el parque. Se levantó apresuradamente, buscando la mesa plegable y las sillas en el garaje, pero no las encontró.
—¡Mamá! —gritó Matías desde el garaje—. ¿Sabes dónde están las sillas?
—¡Las llevamos a la casa de los abuelos hace unos días! —respondió su madre desde la cocina—. Lo olvidé completamente. Tendrás que encontrar otra solución, Matías.
El chico sintió un nudo en el estómago. Sin la mesa ni las sillas, ¿cómo podrían vender las galletas? Clara y Samuel ya estarían en el parque, listos para montar el puesto. Miró su teléfono, dudando si enviar un mensaje para avisarles, pero no quería que pensaran que no había hecho su parte. Tal vez podría improvisar algo cuando llegara, se dijo.
Rápidamente, tomó su bicicleta y salió hacia el parque, con la esperanza de que todo saliera bien. Al llegar, vio a Clara y Samuel esperando bajo el árbol, con cajas llenas de galletas caseras. Ambos sonreían al verlo, pero sus expresiones cambiaron cuando se dieron cuenta de que venía con las manos vacías.
—¿Y la mesa? —preguntó Clara, claramente sorprendida.
Matías, nervioso, buscó las palabras correctas.
—Lo siento… las sillas están en casa de mis abuelos, y no pude traerlas. Pero… tal vez podamos hacer otra cosa, podemos… no sé… improvisar con lo que tengamos.
Samuel frunció el ceño, decepcionado.
—Matías, te encargamos una sola cosa. Sabíamos que era importante tener el puesto listo para que la gente pudiera comprar fácilmente las galletas. ¿Por qué no nos avisaste antes?
Clara no dijo nada, pero sus ojos reflejaban la misma frustración. Matías bajó la mirada, sintiéndose pequeño ante la situación. Sabía que había fallado, y que una disculpa no sería suficiente para arreglarlo. Había roto la confianza de sus amigos, algo que le pesaba más de lo que había imaginado.
—Lo siento mucho —dijo en voz baja—. No pensé que sería tan grave. Prometo que la próxima vez…
—No se trata solo de la próxima vez —interrumpió Clara—. Si no podemos confiar en que harás lo que dices, ¿cómo podemos trabajar juntos?
Matías sintió una punzada de tristeza y vergüenza. Las palabras de Clara resonaban en su mente. Sabía que sus amigos tenían razón. Había subestimado la importancia de su promesa y ahora enfrentaba las consecuencias.
El ambiente entre ellos se tornó incómodo, y aunque intentaron improvisar colocando las cajas de galletas sobre el césped, la venta no resultó como esperaban. Las personas que pasaban por el parque apenas se detenían, y las pocas que lo hacían no encontraban un espacio cómodo para comprar.
Matías observaba la situación, sintiéndose cada vez más culpable. Había sido elegido para una tarea sencilla, pero su falta de compromiso había arruinado el plan. Sabía que recuperar la confianza de Clara y Samuel no sería fácil, y en su mente comenzaba a pensar en cómo podría enmendar su error.
Mientras el sol comenzaba a elevarse en el cielo, Matías seguía sintiendo el peso de su error. La venta de galletas no solo era un modo de recaudar fondos para el refugio de animales, sino también una forma de demostrar que podían trabajar en equipo y cumplir con sus promesas. Sin embargo, su falta de preparación había dejado a sus amigos desilusionados.
Clara y Samuel intentaron hacer lo mejor posible bajo las circunstancias, pero la falta de una mesa y sillas hacía que la venta fuera incómoda. Las galletas estaban deliciosas, pero la presentación no era atractiva, y la gente se mostraba menos interesada. Cada vez que pasaba alguien, Matías sentía una punzada en el corazón, una mezcla de culpa y tristeza por haber fallado a sus amigos.
—No se preocupen, chicos —dijo Matías, intentando recuperar un poco de la confianza perdida—. Podemos hacer algo. Tal vez… tal vez si gritamos un poco más, la gente se acercará.
Samuel lo miró con escepticismo.
—Matías, no creo que eso ayude. La gente necesita un lugar donde sentirse cómoda para comprar. No queremos que se sientan apurados o incómodos.
Matías sintió que el aire se volvía pesado. Las palabras de su amigo resonaban en su mente. Sin embargo, no quería rendirse. Era evidente que necesitaban un plan mejor. Recordó lo que su madre siempre le decía sobre las promesas y la confianza, y supo que debía actuar. Así que, a pesar de su vergüenza, decidió dar un paso al frente.
—Voy a buscar algo —dijo de repente—. Quizás pueda encontrar una mesa en algún lugar cercano.
Clara y Samuel se miraron, dudando de si debían dejarlo ir. Sin embargo, la determinación en los ojos de Matías les hizo pensar que podría ser una buena idea. Así que, con un gesto de aprobación, le dieron su apoyo.
—Está bien, ve rápido y asegúrate de que sea algo que podamos usar —dijo Clara—. Regresa pronto.
Matías asintió y salió pedaleando de regreso a su casa. En su mente, pensaba en todas las opciones que tenía. No podía dejar que sus amigos siguieran decepcionados. Debía encontrar una solución, y rápido. Mientras pedaleaba, su cabeza se llenaba de ideas sobre cómo redimirse.
Al llegar a casa, Matías corrió hacia el garaje, buscando entre las cosas que su familia había acumulado. De repente, sus ojos se iluminaron al ver un viejo banco de madera. Era un poco pesado, pero podría servir como mesa. Sin pensarlo dos veces, lo arrastró hacia su bicicleta y lo cargó sobre el manillar.
—Esto debe funcionar —murmuró para sí mismo, sintiendo que una chispa de esperanza comenzaba a encenderse en su interior.
Regresó al parque lo más rápido que pudo, tratando de no perder la motivación. Al llegar, vio que Clara y Samuel seguían en su puesto improvisado, pero ahora estaban hablando entre ellos con caras largas. Matías sintió que debía actuar rápido para cambiar el ambiente.
—¡Chicos! —gritó mientras se acercaba, sintiendo que la adrenalina le daba fuerzas—. ¡Miren lo que encontré!
Clara y Samuel levantaron la vista y sus expresiones de decepción comenzaron a transformarse en curiosidad al ver el banco de madera.
—¡Eso es perfecto! —dijo Clara, sonriendo por primera vez en horas—. Ahora podemos colocar las galletas de forma ordenada.
Matías sonrió, aliviado de ver que su esfuerzo había valido la pena. Colocaron el banco en el césped y, rápidamente, organizaron las galletas en una fila atractiva. A medida que trabajaban juntos, Matías sintió que la tensión entre ellos comenzaba a disiparse.
—Gracias por esto, Matías —dijo Samuel mientras ajustaban los recipientes de galletas—. No sabemos si esto será suficiente, pero al menos ahora parece más profesional.
Matías sintió un ligero alivio, aunque sabía que aún tenían mucho por hacer. Era una pequeña victoria, pero una victoria al fin. Luego de organizar el puesto, se armaron de valor y comenzaron a gritar para atraer la atención de los transeúntes.
—¡Galletas frescas! —gritó Clara con entusiasmo—. ¡Todo lo recaudado irá al refugio de animales!
Al principio, la gente pasaba de largo, pero después de un rato, comenzaron a detenerse, intrigados por el colorido puesto que habían improvisado. Uno a uno, comenzaron a acercarse a comprar.
Matías sintió una mezcla de nervios y emoción. Había logrado, al menos en parte, redimirse ante sus amigos y recuperar un poco de la confianza que había perdido. A medida que más personas llegaban, se sentía más seguro de sí mismo.
Cada vez que alguien compraba una galleta, Matías se sentía más orgulloso de haber podido ayudar a sus amigos. Aunque la venta no había comenzado de la mejor manera, habían logrado transformar una situación complicada en una experiencia que los uniría más como grupo.
Poco a poco, las galletas fueron desapareciendo. La gente sonreía al probarlas, y los elogios comenzaron a llegar. El ambiente se volvió animado, y Matías comenzó a disfrutar de la experiencia. Clara y Samuel también se sentían más relajados y felices.
Sin embargo, en el fondo de su corazón, Matías sabía que no todo estaba resuelto. Había aprendido una valiosa lección sobre la confianza y cómo debía cuidarla con sus acciones. Era algo que nunca olvidaría, y a medida que la venta continuaba, su mente se llenaba de ideas sobre cómo podría ser un mejor amigo en el futuro.
Cuando el sol comenzaba a caer y el número de compradores se había reducido, los tres amigos se sentaron en el banco, agotados pero satisfechos. Habían recaudado una buena suma de dinero para el refugio, y Matías sentía que había logrado algo importante.
—Gracias por su apoyo —dijo Matías, mirando a sus amigos con sinceridad—. Lo siento por no haber cumplido con mi parte al principio. No volverá a suceder.
Clara y Samuel se miraron, y aunque la decepción aún estaba presente, el ambiente entre ellos había cambiado.
—Sabemos que todos cometemos errores, Matías —dijo Samuel—. Lo importante es que estás aquí ahora, y lo has hecho bien.
Clara asintió, sonriendo de manera comprensiva.
—Sí, y hoy aprendimos algo juntos. La confianza se construye, pero también se puede romper. Así que, ¡cuidémosla siempre!
Matías sonrió, sintiendo que, aunque había enfrentado un desafío, también había ganado algo más valioso: la lección de la confianza y la importancia de cuidarla.
Mientras el sol comenzaba a ocultarse en el horizonte, pintando el cielo de tonos anaranjados y rosas, Matías, Clara y Samuel recogieron el puesto de galletas. Aunque estaban cansados, sus corazones estaban llenos de alegría. Habían recaudado una suma considerable para el refugio de animales, mucho más de lo que esperaban.
—No puedo creer que vendimos todas las galletas —dijo Clara, riendo mientras apilaban las cajas vacías—. ¡Eso fue increíble!
—Sí, y todo gracias a nuestro esfuerzo —respondió Samuel, sonriendo—. No me imaginaba que el día terminaría así.
Matías, aún con la adrenalina fluyendo por sus venas, sintió que esa experiencia había cambiado algo dentro de él. Había aprendido que no solo se trataba de ser un buen amigo, sino de cómo sus acciones podían afectar a los demás. La confianza que había roto al principio del día había sido reparada con trabajo en equipo y dedicación.
—Chicos, quiero que sepan que estoy realmente agradecido —dijo Matías, mirando a sus amigos con sinceridad—. Gracias por no rendirse conmigo. Aprendí que debo cuidar nuestra amistad y la confianza que tenemos entre nosotros.
Clara y Samuel sonrieron, reconociendo el esfuerzo que Matías había puesto en arreglar su error. Mientras terminaban de empacar todo, Matías tuvo una idea.
—¿Y si organizamos más ventas en el futuro? Creo que podríamos hacer esto una tradición —sugirió.
Samuel se iluminó al escuchar la propuesta.
—¡Eso sería genial! Pero la próxima vez, asegúrate de que tengamos todo lo que necesitamos desde el principio —bromeó.
Clara asintió, entusiasmada.
—Sí, podríamos planearlo mejor. Además, podríamos invitar a más amigos a unirse. Sería más divertido y podríamos recaudar aún más dinero para el refugio.
Matías sonrió al imaginarlo. Se sentía bien al pensar en cómo podrían mejorar la venta la próxima vez, pero, más allá de eso, sentía que habían crecido como amigos. Sabía que, aunque a veces cometieran errores, siempre podrían apoyarse mutuamente.
Mientras caminaban de regreso a casa, Matías reflexionó sobre el día. Había comenzado con un error y una falta de confianza, pero había terminado en una experiencia enriquecedora que fortaleció su amistad. La vida era así, llena de altibajos, y cada desafío era una oportunidad para aprender.
Al llegar a la esquina donde se dividían sus caminos, Matías se detuvo un momento.
—Antes de que nos vayamos, quiero decir algo más —comenzó—. No solo aprendí sobre la confianza, sino también sobre la importancia de ser honestos y comunicativos. Prometo que haré un esfuerzo para ser más organizado y claro con ustedes en el futuro.
Clara y Samuel asintieron, comprendiendo el mensaje que Matías estaba tratando de transmitir. La honestidad y la comunicación eran fundamentales para una amistad sólida, y todos estaban de acuerdo en que lo importante era crecer juntos.
—Estamos juntos en esto —dijo Clara—. Y estoy segura de que podemos enfrentar cualquier reto que se nos presente, siempre y cuando lo hagamos juntos.
—Exactamente —añadió Samuel—. Hoy hemos demostrado que somos un buen equipo.
Con una sensación de unidad, se despidieron con abrazos, prometiendo reunirse de nuevo al día siguiente para comenzar a planear su próxima venta.
A medida que Matías se alejaba, sintió una oleada de gratitud por sus amigos. Había aprendido que la confianza es frágil, pero que, con esfuerzo y dedicación, se puede reparar y fortalecer. La honestidad y la comunicación son fundamentales, y siempre deberían ser parte de su relación.
Mientras se alejaba a casa, sintió que su corazón estaba lleno de satisfacción. La vida les ofrecería más desafíos, pero sabía que, con sus amigos a su lado, podrían enfrentarlos con valentía y determinación. Esa lección era algo que atesoraría por siempre.
Esa noche, mientras se preparaba para dormir, Matías sonrió al pensar en el futuro. Tenía grandes planes y, más que nada, una nueva perspectiva sobre la confianza y la amistad. Al cerrar los ojos, se sintió agradecido, sabiendo que, aunque la vida a veces era complicada, siempre habría una manera de resolverlo si mantenían la honestidad y la confianza entre ellos.
moraleja La confianza es frágil, cuídala con tus acciones.
Y colorín colorín, este cuento llegó a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.
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