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El sol apenas comenzaba a asomarse por el horizonte, pintando el cielo con tonos cálidos de naranja y rosado. En la casa de Jesús, la atmósfera era tranquila, pero pesada. La familia se había reunido en la cocina para desayunar, como lo hacían todos los días. Sin embargo, aquella mañana no era una mañana cualquiera. El padre de Jesús, el capitán Francisco, estaba a punto de partir en una misión militar que lo llevaría lejos de su hogar durante varios meses. No solo era una misión larga, sino también peligrosa.

Jesús, de once años, observaba a su padre en silencio mientras cortaba una tostada en pequeños pedazos. No podía evitar sentir una mezcla de orgullo y preocupación. Sabía que su padre era un héroe, alguien que ayudaba a mantener la paz y a proteger a su país, pero también comprendía los riesgos que conllevaba su trabajo. Las noticias de conflictos en el extranjero habían sido constantes en las últimas semanas, y la idea de que su papá estuviera tan cerca de ese peligro le inquietaba profundamente.

—Jesús, ¿quieres un poco más de jugo? —preguntó su madre, Elena, rompiendo el silencio que llenaba la cocina.

Jesús levantó la mirada y negó con la cabeza, pero esbozó una pequeña sonrisa. Sabía que su madre estaba tratando de mantener las cosas lo más normal posible, aunque ella también estaba preocupada. Elena había pasado noches enteras sin dormir, mirando al techo mientras pensaba en lo que podría suceder. Pero siempre había sido fuerte, y hoy no iba a ser la excepción. Quería que Jesús y su hermano menor, Tomás, de apenas cinco años, sintieran que todo estaría bien.

—Papá —dijo Jesús finalmente, rompiendo el silencio que se había instalado de nuevo—, ¿cuánto tiempo estarás fuera?

Francisco lo miró con ternura y suspiró antes de responder. Sus ojos, normalmente llenos de confianza, ahora reflejaban la misma preocupación que el resto de su familia sentía.

—Será por unos meses, hijo. No puedo decir exactamente cuánto tiempo, pero te prometo que haré todo lo posible por regresar lo más pronto posible. Tenemos una misión importante que cumplir, y sé que es difícil, pero necesito que seas fuerte, por ti, por Tomás, y por mamá.

Jesús asintió, aunque una parte de él no quería entender. ¿Cómo podía ser fuerte cuando su papá iba a estar en peligro? Pero sabía que su papá también necesitaba esa confianza. Tomás, sentado junto a su madre, jugaba distraído con su plato, sin comprender del todo lo que significaba que su papá se fuera. Para él, solo era un viaje, una de esas ausencias que ya había vivido antes, pero más largas. La inocencia de su corta edad lo mantenía ajeno a la gravedad de la situación.

—Papá, ¿vas a pelear con los malos? —preguntó Tomás de repente, con la voz llena de curiosidad.

Francisco sonrió tristemente. Era una pregunta que había escuchado muchas veces, no solo de sus hijos, sino de los hijos de sus compañeros también. Sabía que, para Tomás, la vida militar era una historia de héroes y villanos, como en las películas.

—Voy a ayudar a mucha gente, Tomás —respondió Francisco con suavidad—. Mi trabajo es hacer que las personas que están en peligro puedan estar seguras, y voy con otros compañeros para asegurarnos de que eso pase. No siempre es fácil, pero es importante.

Jesús sintió un nudo en la garganta. Admiraba la valentía de su papá, pero no podía evitar pensar en lo que podría suceder. Los noticieros no hacían más que hablar de la tensión en la región adonde su padre sería enviado, y aunque nadie en la familia lo decía en voz alta, todos sabían que no era un destino sencillo.

Elena, notando la inquietud en los ojos de Jesús, se acercó a él y le puso una mano en el hombro.

—Vamos a estar bien, Jesús. Todos nosotros —le dijo con voz suave—. Es difícil, lo sé, pero vamos a mantenernos unidos como siempre. Eso es lo más importante.

Jesús asintió, tratando de convencerse de las palabras de su madre. Desde que era pequeño, había aprendido que la familia lo era todo. Sus padres siempre le habían enseñado que, sin importar lo que sucediera, mientras estuvieran juntos, podrían superar cualquier desafío. Pero ahora que su papá se iba, no podía evitar preguntarse si eso seguiría siendo cierto.

Después del desayuno, el momento que tanto temían llegó. Francisco tomó su bolsa militar y se dirigió a la puerta. Afuera, el automóvil que lo llevaría al aeropuerto ya lo esperaba. Los niños lo siguieron, intentando prolongar el tiempo que les quedaba con él. Elena, siempre serena, los acompañó, aunque sus ojos estaban llenos de tristeza.

—Cuida de tu mamá y de Tomás, ¿sí? —le dijo Francisco a Jesús mientras le daba un abrazo fuerte—. Sé que eres lo suficientemente fuerte para hacerlo. Estoy orgulloso de ti.

Jesús asintió, tratando de no llorar. No quería que su papá lo viera llorar; no quería que pensara que no era lo suficientemente fuerte. Pero en su interior, la preocupación y el miedo lo abrumaban.

Francisco se arrodilló para abrazar a Tomás, quien lo rodeó con sus pequeños brazos. Luego, le dio un beso a Elena, quien lo abrazó con fuerza antes de soltarlo.

—Te voy a extrañar mucho —dijo ella en un susurro, intentando contener las lágrimas.

—Yo también —respondió Francisco, dándole una sonrisa de apoyo—. Pero recuerda lo que siempre decimos: la unión familiar nos hace más fuertes. Estaremos juntos de nuevo pronto, y mientras estemos unidos, podremos con todo.

Con una última mirada a su familia, Francisco subió al automóvil y partió. Mientras el vehículo se alejaba, Jesús no pudo evitar sentir que una parte de él se iba con su papá. Pero, al mismo tiempo, recordó las palabras de su padre: la unión familiar los hacía más fuertes. Sabía que, aunque el camino por delante sería difícil, tenían el apoyo mutuo. Y con eso, podían enfrentar cualquier adversidad.

Los primeros días tras la partida de Francisco fueron más difíciles de lo que Jesús había imaginado. El eco del sonido de la puerta cerrándose aquella mañana se repetía en su cabeza cada vez que pensaba en su papá. La casa, aunque aún llena de vida con las risas de Tomás y las conversaciones con su madre, parecía más silenciosa, como si faltara algo esencial. Jesús sabía que debía ser fuerte, no solo por él mismo, sino también por su familia. Pero a veces, en las noches más tranquilas, cuando todo parecía en calma, no podía evitar sentir el peso de la ausencia de su padre.

En la escuela, sus amigos trataban de animarlo. Sabían que el papá de Jesús era militar y que se había ido a una misión importante. Algunos de ellos lo veían como un héroe, y aunque Jesús sentía orgullo de eso, también le molestaba la forma en que lo trataban, como si todo estuviera bien.

Un día, durante el recreo, mientras jugaban fútbol en la cancha, uno de sus amigos, Diego, se le acercó con una sonrisa confiada.

—¡Hey, Jesús! —gritó mientras le pasaba el balón—. Apuesto a que tu papá está por allá pateando traseros de malos.

Jesús detuvo el balón con el pie, pero no sonrió.

—No es así, Diego. No se trata solo de pelear. Mi papá está allá para ayudar a la gente, no para pelear.

Diego, sin querer ofender, se encogió de hombros.

—Bueno, igual es un héroe. Yo quisiera que mi papá fuera así de valiente.

Jesús dejó el balón y se alejó del grupo de amigos, sintiendo una mezcla de emociones que no sabía cómo expresar. ¿Era su papá un héroe? Claro que sí, pero esa etiqueta no ayudaba a aliviar el miedo que sentía todos los días de que algo pudiera salir mal. No podía concentrarse en clase, y su rendimiento académico comenzó a decaer. Hasta la profesora de matemáticas, que normalmente era muy estricta, le preguntó si algo andaba mal.

A pesar de todo, en casa, Jesús intentaba no mostrar sus preocupaciones. Sabía que su madre estaba haciendo un gran esfuerzo para mantener la normalidad. Elena se aseguraba de que Tomás siguiera su rutina y que Jesús cumpliera con sus deberes. Pero había momentos, especialmente por las noches, en los que Elena se sentaba frente al televisor, mirando las noticias sobre el conflicto donde Francisco estaba desplegado. La tensión era palpable, y Jesús la sentía en cada rincón de la casa.

Un sábado por la tarde, mientras Jesús estaba en su habitación intentando hacer su tarea, escuchó un sollozo suave que venía desde la sala. Bajó las escaleras con cuidado y encontró a su madre sentada en el sofá, con el rostro entre las manos. Las noticias en la televisión mostraban imágenes de destrucción en una ciudad que se parecía mucho a la que su padre había mencionado antes de partir. Elena apagó rápidamente la televisión al notar la presencia de su hijo.

—Mamá, ¿estás bien? —preguntó Jesús, aunque ya conocía la respuesta.

Elena respiró hondo y se secó las lágrimas con rapidez, intentando sonreír.

—Estoy bien, Jesús. No te preocupes. Es solo… bueno, es difícil a veces, eso es todo.

Jesús se sentó junto a ella y tomó su mano. En ese momento, sintió la responsabilidad de ser fuerte no solo por sí mismo, sino también por su mamá y su hermano. Su papá había confiado en él, y aunque no siempre sabía cómo manejar todo, sabía que debía intentarlo.

—Vamos a estar bien, mamá —dijo Jesús en voz baja, repitiendo las palabras que ella siempre solía decir—. Papá nos necesita fuertes, ¿recuerdas?

Elena lo miró con ternura y le dio un apretón en la mano.

—Tienes razón, cariño. A veces olvido lo sabio que eres —respondió ella, con una pequeña sonrisa.

Sin embargo, los días continuaron siendo difíciles. Una tarde, mientras jugaban en el parque, Tomás le preguntó a Jesús cuándo volvería su papá.

—¿Cuándo volverá papá? —preguntó con la inocencia que lo caracterizaba—. Lo extraño mucho.

Jesús sintió un nudo en la garganta. Él también lo extrañaba, pero no podía darle a su hermano una respuesta definitiva.

—Pronto, Tomás. Él dijo que volverá en unos meses, y nosotros vamos a estar aquí esperándolo, ¿verdad?

Tomás asintió, aunque no parecía del todo convencido.

La tensión en casa se mantuvo durante semanas. Elena trataba de mantenerse ocupada, organizando las actividades de los niños y trabajando desde casa, pero Jesús podía ver el cansancio en sus ojos. Cada vez que sonaba el teléfono o llegaba un correo, su madre se sobresaltaba, temiendo que fueran malas noticias. Y aunque no lo admitiera, Jesús sabía que ella también vivía con el mismo miedo que él.

Finalmente, un día, recibieron una carta de Francisco. Era la primera noticia directa desde su partida. Elena la leyó en voz alta mientras Jesús y Tomás escuchaban con atención. Francisco les contaba que estaba bien, que había trabajado junto a sus compañeros para ayudar a las familias afectadas por el conflicto y que pensaba en ellos todos los días. Aunque no podía dar detalles sobre cuándo volvería, les aseguró que estaba haciendo todo lo posible por mantenerse a salvo.

Aquella carta, aunque no eliminó las preocupaciones de la familia, les dio un poco de alivio. Saber que Francisco estaba bien les permitió respirar un poco más tranquilos. Sin embargo, aún quedaba un largo camino por delante. El conflicto en la región no parecía disminuir, y el regreso de Francisco seguía siendo incierto.

Jesús continuó ayudando a su madre en todo lo que podía, tomando pequeñas responsabilidades en casa para aligerarle la carga. A pesar de su corta edad, comprendía que la unión familiar no solo consistía en estar juntos físicamente, sino en apoyarse emocionalmente en los momentos más difíciles. Sabía que no era fácil, pero también entendía que, mientras se mantuvieran unidos, podrían superar cualquier desafío que la vida les pusiera por delante.

Pasaron varios meses desde que Francisco se fue, y aunque cada día se hacía más largo, la familia de Jesús se había adaptado a la ausencia de su padre. Habían aprendido a apoyarse mutuamente de formas que antes no habían imaginado. Jesús, por su parte, había asumido un papel más importante en casa, y aunque seguía siendo un adolescente con sus propias preocupaciones, sentía que su familia lo necesitaba más que nunca.

Una mañana, mientras desayunaban, sonó el teléfono. Elena, que había estado sirviendo jugo para Tomás, dejó caer la jarra y corrió hacia el aparato con un nudo en el estómago. Jesús la observó desde la mesa, preocupado. Su madre contestó el teléfono con manos temblorosas, y aunque no pudo escuchar la conversación, pudo ver cómo los ojos de su madre se llenaban de lágrimas, pero esta vez eran lágrimas de alegría.

—¡Es papá! —anunció Elena con una sonrisa que no cabía en su rostro—. ¡Está volviendo!

Jesús sintió un enorme alivio, como si un peso invisible se hubiera levantado de sus hombros. Corrió hacia su madre y la abrazó con fuerza. Tomás, aún confundido pero contagiado por la emoción, se unió al abrazo, riendo sin entender del todo lo que ocurría.

—¿Cuándo vuelve? —preguntó Jesús con los ojos brillantes.

—En unos días —respondió Elena—. Está terminando su misión y luego volverá a casa.

La noticia recorrió cada rincón de su hogar como una brisa cálida. De repente, la tensión acumulada durante todos esos meses parecía desvanecerse. En la escuela, Jesús no pudo evitar contarles a sus amigos. Incluso Diego, quien siempre había hecho bromas, se mostró sinceramente emocionado por él.

Días después, la familia se dirigió al aeropuerto para recibir a Francisco. Jesús sentía una mezcla de nervios y emoción que lo mantenía inquieto mientras esperaban junto a otras familias que también esperaban a sus seres queridos. Tomás sostenía con fuerza la mano de su madre, mirando expectante hacia la puerta de llegadas.

Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, vieron a Francisco aparecer en la distancia, con su uniforme y una gran sonrisa. Jesús sintió que el corazón le latía con fuerza en el pecho mientras corría hacia su padre. Cuando lo alcanzó, lo abrazó con todas sus fuerzas, sin poder contener las lágrimas. Tomás, algo más tímido, se acercó después y se aferró a la pierna de su padre.

—Te extrañé mucho, papá —dijo Jesús, su voz quebrada por la emoción.

—Yo también te extrañé, hijo —respondió Francisco, acariciando su cabeza—. A todos ustedes.

Elena, con lágrimas en los ojos, se acercó y se unió al abrazo familiar. Era un momento que habían esperado durante mucho tiempo, y ahora que estaba ocurriendo, todo parecía irreal. Francisco se agachó para abrazar a Tomás, quien lo miraba con admiración y una sonrisa tímida.

—¿Todo está bien en casa? —preguntó Francisco mientras caminaban hacia el auto.

—Todo está bien, papá. Yo me encargué de algunas cosas —respondió Jesús, sintiéndose orgulloso.

—Lo sé, hijo. Tu madre me contó todo. Estoy muy orgulloso de ti.

De regreso a casa, la vida comenzó a retomar su curso normal. Aunque sabían que Francisco tendría que volver a sus deberes eventualmente, por ahora disfrutaban del simple hecho de estar juntos de nuevo. Cada momento en familia era más valioso que nunca.

Una tarde, mientras estaban sentados en el jardín, Francisco decidió compartir con Jesús una lección importante.

—Hijo —comenzó, mientras observaba el atardecer—, quiero que recuerdes algo muy importante. Durante todo este tiempo, mientras estaba lejos, hubo una cosa que me dio la fuerza para seguir adelante, incluso en los momentos más difíciles. Esa cosa fue pensar en ustedes. En nuestra familia. Porque, al final del día, no importa cuán lejos esté o cuán peligrosas sean las misiones, saber que tengo una familia unida esperándome es lo que me mantiene fuerte.

Jesús escuchó atentamente, asimilando cada palabra de su padre.

—¿Eso te ayudó a no tener miedo? —preguntó Jesús.

—El miedo siempre está ahí, hijo. Lo importante es saber cómo enfrentarlo. Y lo que me ayudó a enfrentar ese miedo fue pensar en lo que realmente importa en la vida: nuestra familia. La unión familiar es lo que nos fortalece, lo que nos da el coraje para seguir adelante, sin importar los obstáculos.

Jesús asintió lentamente, comprendiendo el significado profundo detrás de las palabras de su padre. Había aprendido mucho durante esos meses, no solo sobre la responsabilidad, sino también sobre el valor de la familia. Su padre era un hombre fuerte, pero ahora entendía que la verdadera fortaleza no venía solo de ser valiente en el campo de batalla, sino de mantener un corazón lleno de amor y unión.

Con el tiempo, la vida de la familia de Jesús volvió a la normalidad, aunque siempre llevaban consigo las lecciones aprendidas durante los meses de separación. Francisco volvió a sus responsabilidades, pero esta vez, cuando partía para sus misiones, lo hacía sabiendo que su familia estaba más unida que nunca.

Para Jesús, la ausencia de su padre había sido difícil, pero también había sido una oportunidad para crecer, para descubrir el verdadero significado de la fortaleza y la unión. A partir de ese momento, cada vez que enfrentaba un desafío, lo hacía con la seguridad de que no estaba solo, de que su familia siempre estaría a su lado, apoyándolo en todo momento. Y en su corazón, sabía que eso era lo que realmente importaba.

moraleja La unión familiar fortalece el alma.

Y colorín colorín, este cuento llegó a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡NOS VEMOS MAÑANA! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.

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