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El cazador de almas perdidas – Creepypasta 239. Cuentos de Hombres Lobos

La Nueva en la Manada.

El sol de mediodía brillaba en Cochabamba mientras María y Fabián salían del apartamento de Tatiana y Drex, caminando hacia el restaurante que habían planeado para su cita. La mano de Fabián apretaba suavemente la de María, dándole esa calidez que la anclaba en el presente. María, aunque todavía sentía el peso del artículo de Valeria Dupont, se permitió disfrutar de ese momento íntimo con su pareja.

—¿Estás bien? —preguntó Fabián, observando su rostro con un toque de preocupación.

María forzó una sonrisa, pero sus ojos mostraban la mezcla de emociones que aún la recorrían. —Sí, lo estaré… Gracias por estar aquí. —Fabián le devolvió la sonrisa y ambos continuaron su camino, dejando atrás las sombras de las noticias y enfocándose en disfrutar su tiempo juntos.

Mientras tanto, Tatiana y Drex se preparaban para salir. La motocicleta rugió cuando Drex encendió el motor, y ambos se dirigieron hacia las afueras de la ciudad. La manada los esperaba en un claro apartado, en medio del bosque, donde la luna ya comenzaba a asomar, preparando el escenario para el ritual que cambiaría la vida de Olfuma.

El claro estaba envuelto en sombras cuando llegaron. Diana, Tyrannus, y Olfuma se encontraban en el centro, listos para el momento que marcaría un nuevo capítulo en la vida de Olfuma. Los árboles susurraban bajo el viento, y la luna iluminaba la escena, marcando la solemnidad del ritual.

Olfuma se encontraba al borde de la transformación, sus manos temblaban ligeramente mientras intentaba calmar su respiración. Diana, en su forma humana, se acercó a ella con un gesto de apoyo.

—Olfuma, este proceso no es fácil, pero estaremos contigo. —Diana la miró con seriedad, sabiendo la gravedad de lo que estaba a punto de ocurrir—. Primero, debo transformarme en mi forma de licántropo. En ese estado, te daré mi sangre, y tendrás que beberla para iniciar la transformación.

Olfuma asintió, aunque el nerviosismo era evidente en su voz. —Lo entiendo. Estoy lista.

Diana le sostuvo la mirada, su tono ahora más solemne. —Una vez que bebas mi sangre, tendrás entre cinco y diez minutos para cazar y devorar un corazón humano. Si no lo haces, te convertirás en un devorado, una bestia sin control ni conciencia. No habrá marcha atrás.

Tyrannus y Drex se acercaron, listos para acompañarla en la cacería. —La caza es rápida y precisa —explicó Drex—. Tendrás que usar tus garras para romper la caja torácica y arrancar el corazón. Es un paso difícil, pero es necesario. —Sus ojos se encontraron con los de Olfuma, transmitiéndole fuerza.

—Confía en tu instinto —añadió Tyrannus—. No estarás sola.

Tatiana, viendo la determinación en los ojos de Olfuma, se adelantó. —Estamos todos aquí para apoyarte, y no permitiremos que nada salga mal. Esta es tu prueba, pero no te dejaremos sola en ningún momento.

Con un asentimiento, Diana comenzó su transformación. Sus huesos se torcieron y estiraron, y su piel se cubrió de un pelaje oscuro. La figura imponente de la licántropa se alzó ante Olfuma, y sus ojos brillaban con la intensidad de la bestia. Diana extendió su garra, haciéndose un corte profundo para que la sangre brotara.

—Bebe —gruñó, su voz grave resonando en el claro.

Olfuma se arrodilló, tomando la garra de Diana y acercando sus labios a la herida. La sangre caliente bajó por su garganta, y de inmediato un estremecimiento recorrió su cuerpo. El dolor se apoderó de ella, y sus músculos se tensaron mientras su cuerpo comenzaba a cambiar.

Tatiana observó cómo Olfuma caía de rodillas, su cuerpo retorciéndose en espasmos mientras la transformación tomaba lugar. Sus manos se convirtieron en garras, y sus ojos se volvieron feroces. Era el momento de la cacería.

Drex y Tyrannus se transformaron rápidamente, sus cuerpos licántropos rodeando a Olfuma como una barrera protectora. —¡Es hora! —exclamó Drex—. Corre, siente el instinto. Nosotros te guiaremos.

Tatiana, aunque humana, corrió a su lado, demostrando esa misma conexión que siempre había sorprendido a la manada. Todos se adentraron en el bosque, abriendo paso entre la maleza, los sentidos de Olfuma se agudizaban a medida que el hambre y la necesidad de cazar se hacían más intensas.

Finalmente, encontraron a un campista en el borde del bosque, ajeno al peligro que lo acechaba. Diana se adelantó y le indicó a Olfuma que avanzara. —Es tu momento, Olfuma. Usa tus garras, abre el pecho, y saca el corazón.

El campista intentó escapar, pero Drex y Tyrannus lo bloquearon, manteniéndolo acorralado. Olfuma se lanzó sobre él, y en un movimiento rápido y salvaje, sus garras rasgaron la carne y rompieron las costillas. Con un rugido, arrancó el corazón palpitante, la sangre fresca corriendo por sus garras.

Tatiana y la manada observaron mientras Olfuma, con un gruñido de triunfo, devoraba el corazón. El proceso de transformación se completó, y al alzar la cabeza, sus ojos brillaron con la luz de la luna en ese medio día, conectados con la manada y la fuerza de su nueva naturaleza.

Diana alzó la cabeza al cielo y aulló, marcando la aceptación de Olfuma en la manada. Drex y Tyrannus unieron sus aullidos, sus voces resonando en la noche mientras Tatiana observaba con una sonrisa de orgullo.

Olfuma, finalmente integrada en la manada, se unió a los aullidos, marcando su lugar en la familia. El eco de sus voces se extendió a través del bosque, sellando el momento en que Olfuma dejó de ser una simple espectadora y se convirtió en parte de algo más grande.

Drex, con su poder y ferocidad, lideró el coro de aullidos, y las vibraciones resonaron en el claro. Todos, unidos, marcaban el inicio de una nueva era para Olfuma, una donde la lealtad de la manada y su fuerza siempre la acompañarían.

El sol de mediodía se filtraba por las ventanas del restaurante, iluminando la mesa donde Fabián y María disfrutaban de su almuerzo romántico. Las risas y las conversaciones de otros comensales parecían lejanas, como un murmullo que se desvanecía mientras ellos se miraban a los ojos. Por un instante, todo el peso de sus responsabilidades parecía haber quedado atrás, y en ese pequeño rincón, eran solo ellos dos, sin la carga de sus títulos ni las sombras de las misiones que habían atravesado.

—Aún puedo escuchar esos aullidos —dijo Fabián, rompiendo el silencio. Su tono era suave, pero sus ojos reflejaban la intensidad de los recuerdos—. Fue impresionante ver el poder de Drex en Puma Punku. —Hizo una pausa y esbozó una sonrisa—. Nunca había sentido algo tan primitivo, tan visceral. Es como si las montañas mismas estuvieran vivas.

María asintió, aunque su mirada se perdió por un momento en el borde de su copa de vino. —Sí, esos aullidos… —susurró, sintiendo cómo las vibraciones aún resonaban en sus huesos—. Retumbaron en todo el valle, y por un momento, fue como si los ecos se quedaran atrapados en las montañas. —Hizo una pausa, mirando sus manos que descansaban sobre la mesa—. Fabián, ¿crees que… que hay algo en nosotros que siempre resonará así? Algo que siempre será escuchado, sin importar el tiempo que pase.

Fabián, notando la seriedad en su tono, se inclinó un poco hacia ella, buscando sus ojos. —Por supuesto. Lo que tenemos es eterno, María. Nuestra historia, nuestro amor… eso queda, sin importar qué ocurra. —Su mano encontró la de ella, y la apretó suavemente—. Nada puede cambiar eso.

María forzó una sonrisa, pero sus ojos mostraban una sombra de duda. —Es que… —comenzó, con voz temblorosa—, a veces siento que no soy suficiente. —Desvió la mirada, como si le pesara confesarlo—. Valeria… ella siempre está ahí, con su mirada, su sonrisa perfecta, escribiendo sobre ti… como si supiera todo de ti. Y yo… —susurró, sintiendo que su voz se rompía—, yo siento que nunca podré ser así.

Fabián sintió el dolor en cada palabra de María y alargó su mano para tocar su mejilla, obligándola a mirarlo a los ojos. —María, tú eres todo lo que necesito y más. Valeria es solo una periodista que cuenta historias, pero tú eres mi realidad, mi presente, mi futuro. Nada de lo que ella haga o diga puede cambiar eso.

María, con lágrimas acumulándose en sus ojos, continuó. —Es solo que… pienso en lo que podría pasar en unos años, en cómo… en cómo podría envejecer y perderte. —Las lágrimas finalmente cayeron—. Por eso pedí el elixir a Asha, para que pudiéramos estar juntos para siempre, para que yo siempre fuera hermosa para ti. Y he pensado… —Se detuvo un momento, con la voz entrecortada—. He pensado en todo. A medida que pasen los años, cambiaré tu apariencia con el talismán de sangre que Asha me dio. —Una chispa de emoción y dolor cruzó sus ojos—. Haré que parezca que envejeces, poco a poco, hasta que podamos fingir que moriste y así puedas salir del Vaticano sin sospechas.

Fabián, conmovido por la dedicación y el amor detrás de las palabras de María, la miró en silencio durante unos segundos. Sintió el peso del miedo de María, pero también la intensidad de sus sentimientos. María había planeado cada detalle, y aunque él sabía que la eternidad era un arma de doble filo, no pudo evitar sentirse conmovido por la forma en que ella buscaba proteger lo que tenían.

—María… —dijo, su voz baja pero cargada de emoción—. No tienes que hacer todo eso por mí. —Sus labios se curvaron en una sonrisa traviesa, una que rara vez mostraba—. Pero si tanto te preocupa que nos separemos, creo que podríamos sellar ese compromiso de otra manera. —Mientras hablaba, sacó de su bolsillo un pequeño frasco con el elixir de lujuria. Lo agitó ligeramente frente a ella, dejando que el líquido carmesí atrapara la luz.

María parpadeó, sorprendida por el gesto y por el brillo pícaro en los ojos de Fabián. —¿Qué estás haciendo? —preguntó, sintiendo que su corazón latía más rápido.

—A veces es bueno dejar que la pasión nos consuma un poco, ¿no crees? —respondió, sonriendo mientras vertía unas gotas en su copa de vino. María lo observó, sintiendo la calidez y el deseo crecer en su interior, esa chispa de malicia en él la hizo sonreír por primera vez en días.

—Fabián… eres un malvado —susurró, pero la sonrisa en sus labios mostraba que se entregaba al juego. Tomó la copa y bebió el vino impregnado con el elixir. La calidez del licor se extendió por sus venas, y una oleada de calor recorrió todo su cuerpo, encendiendo cada uno de sus sentidos.

Fabián se inclinó, sus labios apenas rozando los de María. —Es que a veces, María, necesito asegurarme de que sepas lo mucho que te deseo, lo mucho que te amo… y que no hay nada en este mundo que me aleje de ti.

María sintió cómo la piel se le erizaba al escuchar sus palabras, y antes de darse cuenta, se inclinó hacia él, buscando sus labios con un hambre que no podía contener. El beso fue profundo, cargado de deseo y promesas sin palabras, mientras la chispa que había encendido Fabián se convertía en una llama imposible de apagar. Las manos de María se aferraron a su cuello, tirándolo hacia ella, sin importar que estuvieran en el restaurante.

—Vamos… —murmuró Fabián, su voz grave mientras se levantaba de la mesa, jalándola con él—. Vámonos a casa.

Salieron corriendo del restaurante, riendo y entrelazados, como dos amantes que se dejan llevar por la intensidad del momento. El deseo los consumía, y para cuando llegaron al apartamento, las llaves apenas giraron en la cerradura antes de que sus manos recorrieran sus cuerpos con desesperación. Entraron, dejando que la puerta se cerrara detrás de ellos, y en cuestión de segundos, sus cuerpos se encontraron, piel con piel, con un deseo descomunal que los desbordaba.

Las garras de María, afiladas y marcadas por la necesidad, se deslizaron por la espalda de Fabián, dejando rastros en la pared mientras él la alzaba y la llevaba a la habitación. El eco de sus respiraciones llenaba el espacio, y las paredes, que ya habían sido testigos de noches de pasión, se convirtieron en un lienzo más para sus caricias y susurros.

El apartamento se llenó de sus risas y gemidos, y, con cada roce, Fabián le susurraba palabras que la hacían sentir única, irremplazable. La chispa que él había encendido se volvió un incendio que los envolvía por completo. Y en ese momento, María dejó de pensar en Valeria, en el futuro o en las inseguridades que la atormentaban. Solo existían ellos dos, y el deseo que los consumía en el presente.

—Te amo, Fabián —murmuró María, mientras él la besaba con devoción, como si cada beso fuera una promesa eterna.

—Y siempre lo haré —respondió él, su voz cargada de certeza.

Los ecos de esa noche resonaron en cada rincón, y las garras de ambos quedaron marcadas en las paredes, testigos de un amor que, más allá de los miedos y las inseguridades, seguía ardiendo con la misma fuerza que al principio.

El sol seguía descendiendo mientras Fabián y María se perdían en las calles de Cochabamba, corriendo de regreso al apartamento como si el fuego que ardía en sus cuerpos no pudiera esperar. Cuando la puerta se cerró tras ellos, sus labios se encontraron de nuevo con una urgencia que no dejaba espacio para dudas. Las manos de María recorrieron la espalda de Fabián, sus uñas dejando surcos que se marcaban en la piel mientras él la empujaba suavemente contra la pared.

—¿Estás segura? —murmuró él contra sus labios, su aliento cálido haciendo que el corazón de María latiera más rápido.

—Más que nunca —respondió ella, y la chispa en sus ojos se convirtió en una llama voraz.

Fabián la alzó, rodeando su cintura con sus brazos, mientras ella envolvía sus piernas alrededor de él, sus cuerpos se entrelazaron, cada roce de sus pieles intensificando el deseo que los consumía. Fabián la llevó hasta la habitación, y, sin dejar de besarla, la recostó en la cama, sus cuerpos encajando a la perfección como si hubieran sido hechos el uno para el otro. El deseo que había nacido en el restaurante ahora ardía sin límites, como una tormenta que amenazaba con devorarlos.

Los suspiros se mezclaron con los gemidos, y las caricias se convirtieron en un frenesí que no tenía fin. Las paredes, marcadas por las garras de María, se estremecían bajo la fuerza de cada movimiento, como si las huellas de esa pasión fueran a quedar grabadas para siempre. Fabián, con una chispa de travesura en sus ojos, dejó caer más gotas del elixir en sus labios y se inclinó hacia María, dejándolas fluir suavemente en su boca mientras la besaba.

El elixir se mezcló con el calor de sus besos, y María sintió cómo su cuerpo se encendía aún más, cada toque y cada susurro amplificando la intensidad de lo que sentía. La conexión que compartían, esa mezcla de amor y deseo, se volvió una fuerza incontenible. Sus movimientos se volvieron más rápidos, más desesperados, mientras las ondas de placer crecían, acercándolos cada vez más al borde.

—Fabián… —jadeó María, arqueando la espalda mientras él la hacía perderse en la intensidad de sus caricias. La devoción y la pasión que veía en sus ojos la hacían sentir invencible, como si nada pudiera interponerse entre ellos.

—Eres todo lo que quiero… todo lo que necesito —murmuró él, su voz temblando con la misma urgencia. Cada palabra era un ancla, cada beso una promesa.

María se aferró a él, sintiendo cómo todo se desvanecía salvo el momento que compartían. El clímax los alcanzó, una ola de éxtasis que los hizo estremecerse al unísono. Sus respiraciones se entrecortaron, y sus cuerpos se arquearon mientras la intensidad los abrumaba, un momento tan poderoso que parecía detener el tiempo. La energía que los rodeaba se desbordó, llenando la habitación con un calor palpable, y las marcas en las paredes se intensificaron, como testigos de un amor que trascendía lo físico.

Cuando finalmente las oleadas de placer se calmaron y sus cuerpos se relajaron, Fabián se recostó junto a ella, sus dedos entrelazados con los de María. Sus respiraciones aún eran rápidas, pero sus ojos se encontraron en un silencio que decía más que cualquier palabra.

—Fabián… —dijo María con un susurro tembloroso, sus ojos brillando—, ¿me amarás para siempre, aunque todo cambie?

Él sonrió, una sonrisa suave y sincera, llena de ternura. —Siempre, María. Y si eso significa aceptar el elixir y vivir esta eternidad a tu lado, lo haré.

María lo miró con incredulidad y alegría, sus ojos se llenaron de lágrimas que caían por sus mejillas, pero esta vez, eran lágrimas de alivio y amor. Se inclinó para besarlo, sellando esa promesa entre sus labios, sintiendo cómo todo en ella se llenaba de felicidad.

—Te amo, Fabián. Siempre te amaré.

—Y yo a ti, mi María. Por siempre.

Los dos se quedaron en silencio, sus cuerpos entrelazados, y mientras la luz del sol que se filtraba por las cortinas se desvanecía, supieron que, sin importar lo que ocurriera en el futuro, siempre se tendrían el uno al otro.

Gracias por acompañarnos en este viaje al terror. ¡Nos vemos en el próximo episodio!”

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