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El cazador de almas perdidas – Creepypasta 221. Cuentos de Hombres Lobos

El Último Viaje de Andrés Rojas.

Andrés Rojas caminaba por las desiertas calles de Calafate mientras el amanecer apenas comenzaba a iluminar el cielo. El sol naciente bañaba su rostro con la luz dorada que él interpretaba como una señal directa de Dios, una bendición final antes de su crucifixión personal. “El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará” (Lucas 9:24), murmuró para sí mismo, con la convicción ardiente de que su tiempo en la tierra estaba llegando a su fin. No habría regreso. No habría redención personal, sino una entrega completa a la voluntad de Dios.

“Soy un templario,” se decía, sintiendo el peso de su cruz personal en cada paso que daba. “Marcho hacia una cruzada de la que no regresaré.” Había dejado atrás todo lo que alguna vez fue importante, despojándose de cualquier posesión terrenal. Para Andrés, todo lo que le quedaba era su misión sagrada, y eso era suficiente. El eco de sus botas resonaba en las calles vacías, cada sonido reforzaba su convicción. No había otro propósito más que la voluntad divina que lo impulsaba hacia su destino final.

“He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, he guardado la fe” (2 Timoteo 4:7), repetía en su mente, convencido de que esta sería su última gran batalla. Acarició el rosario de Stephen en su bolsillo, el único vínculo con el pasado que llevaba consigo. “Hermano, tu muerte no fue en vano. Yo redimiré tu sacrificio.”

Cada palabra de las Escrituras que repetía para sí mismo no era solo una oración, sino una afirmación de lo que venía. Sabía que este era su camino final, el que lo llevaría a la gloria eterna en el Reino de los Cielos. “Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mateo 5:10). Andrés no tenía miedo de lo que venía, porque había aceptado su destino como mártir.

La espada de Dios estaba lista para desenvainarse, y él, como su humilde siervo, sabía que debía entregarse completamente. “Aun cuando camine por el valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo” (Salmo 23:4). Andrés no temía a la muerte; la abrazaba como su redención final.

El sol seguía ascendiendo, iluminando su rostro con una calidez que interpretaba como una señal de aceptación de su sacrificio. “Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23:46), susurró mientras caminaba con la firmeza de un guerrero que sabe que su vida es una ofrenda en el altar de la fe.

Cada paso lo acercaba más a su encuentro con el Caballero Santo Fabián, su guía en esta cruzada final. “Mi vida no me pertenece ya, sino a ti, Señor. Haz con ella tu voluntad”. Sabía que Fabián era el líder escogido por Dios, aquel que había sacrificado todo para enfrentar a la oscuridad del vampiro. Andrés lo veneraba, viendo en él el ejemplo perfecto de lo que significaba la fe inquebrantable.

“Si me odian a mí, también los odiarán a ustedes” (Juan 15:18), recordaba, sin temor a lo que pudiera venir de manos del vampiro. Andrés estaba listo para cualquier sacrificio. El martirio, la tortura, la muerte: todo lo aceptaba con serenidad. Sabía que su sacrificio abriría las puertas del cielo para él, y que Dios lo recibiría con brazos abiertos.

Con un último vistazo al cielo, murmuró: “He aquí, Señor, el siervo de tu voluntad. No soy nada, y en esa nada soy tuyo por completo.”

El encuentro con Fabián estaba cerca, y Andrés sabía que las llamas del infierno lo rodearían en su cruzada. Pero confiaba en que Cristo lo rescataría en el último momento, que su martirio sería el puente hacia la vida eterna. “Padre, que se haga tu voluntad y no la mía.”

Sin nada más en su vida, con solo su fe, sus armas y el rosario de Stephen, Andrés estaba listo para enfrentar el fuego y la oscuridad. “Dios mío, no me desampares. Acompáñame en esta cruzada final.”

Andrés llegó al punto acordado con Fabián, la luz del sol apenas rozando las sombras de las calles. El momento había llegado. A la hora exacta, Fabián apareció, con su aura de imperturbable santidad, su porte sereno, casi celestial, irradiando una calma inquebrantable. Andrés sintió cómo su pecho se inflaba con una mezcla de devoción y entrega total. Era el momento. Estaba listo.

Fabián se acercó y, en voz baja pero firme, le explicó: “El vampiro es demasiado inteligente, Andrés. Demasiado poderoso. No podemos engañarlo con mentiras vacías. La única manera de engañarlo es que nuestra oscuridad sea real.”

Esas palabras resonaron en el alma de Andrés. Lo entendía todo perfectamente. Sabía que para superar esta prueba, para lograr lo que Stephen había comenzado con su sacrificio, él debía fundirse completamente en la oscuridad, dejarse envolver por ella. “La luz brilla en la oscuridad, y la oscuridad no la ha vencido” (Juan 1:5), pensaba, mientras una resolución más firme que nunca se asentaba en su corazón.

Andrés, con los ojos brillando de devoción, dio un paso hacia Fabián y, con una voz grave y quebrada, le dijo: “Es momento, Maestro. Debo confesarme. Antes de enfrentar la oscuridad, debo purgar mi alma.”

“Confiesa entonces, hijo,” respondió Fabián, sin dudarlo.

Andrés comenzó a hablar, su voz apenas un susurro al principio, pero luego ganando fuerza, como si cada palabra lo liberara del peso de años de oscuridad acumulada. “Confieso que he cazado no por justicia, sino por placer. Confieso que cada vampiro que he destruido, cada bruja que he quemado, cada hombre lobo que he derribado, lo he hecho con la más pura sed de violencia. No fue por su naturaleza, fue por el goce que sentí al hacerlo.”

El aire se cargaba con cada palabra de Andrés. Su confesión era una cascada de pecados acumulados, cada uno más oscuro que el anterior. **”He mancillado familias sobrenaturales, he torturado almas que intentaban encontrar la paz. No fue la voluntad de Dios lo que seguí, sino mis propios pensamientos retorcidos.

Fabián escuchaba en silencio, su mirada fija en Andrés, quien hablaba con una furia contenida, pero con la voz quebrada de un hombre que finalmente se enfrenta a sus propios demonios.

“He cometido sacrilegio,” continuó Andrés, sus ojos llenos de lágrimas. “He matado a los que no debí. He buscado la muerte, no la salvación. Mis manos están manchadas con la sangre de seres que quizás no merecían mi odio. Pero tú, Fabián… tú me has mostrado el verdadero camino. Me has revelado la voluntad de Dios. Hoy lo veo claro: no puedo luchar contra la oscuridad desde la luz, debo abrazarla, debo hacerme parte de ella.”

Fabián, imperturbable, dejó que Andrés hablara, sabiendo que esta confesión era parte del proceso de purificación que debía ocurrir antes de que el cazador se adentrara en su misión final. Andrés estaba rompiendo las cadenas de su vieja vida, preparándose para lo inevitable. “El Señor me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre” (Salmo 23:3), pensaba Fabián, sabiendo que todo esto era parte del plan divino.

Andrés bajó la mirada por un momento, luego la levantó, mirando directamente a los ojos de Fabián. “Tú has hecho el mayor sacrificio, Maestro. Has abrazado el pecado para cumplir la misión de Dios. Has sido el ejemplo perfecto de humildad, y yo…” Andrés tragó saliva, su voz temblando por la emoción. “Yo estoy dispuesto a seguir tus pasos.”

Fabián lo observaba, sabiendo que cada palabra que pronunciaba resonaba con la verdad. Aunque las acciones de Andrés habían sido extremas, su deseo de redención era genuino. “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:13), pensaba Fabián mientras colocaba una mano en el hombro de Andrés.

“Para derrotar al vampiro, Andrés, debes hacer algo más que ser mi escudero. Debes ser parte de nosotros. No basta con aparentar. Debes volverte un verdadero amigo de todos los que te presentaré.”

Andrés asintió, con los ojos llenos de devoción. “Lo entiendo, Maestro. Si no me convierto en uno con la oscuridad, nunca podré liberarlos. Deberé aprender a ser uno de ellos. Y cuando el momento llegue… cumpliré con mi destino, aunque me cueste el alma.”

“Exactamente,” respondió Fabián, con una gravedad solemne. “Deberás ganar su confianza, ser su amigo, no fingido, sino real. Deberás vivir como ellos, y sólo entonces podrás acercarte lo suficiente para cumplir con tu misión.”

Andrés apretó los puños, sintiendo la fuerza del sacrificio que estaba a punto de hacer. “Si yo camino en medio de la angustia, tú me darás vida; contra la ira de mis enemigos extenderás tu mano” (Salmo 138:7). Las palabras de las Escrituras resonaban en su cabeza mientras aceptaba su destino.

“¿Cómo puedo vivir en ese pecado, Fabián? ¿Cómo puedo abrazar la oscuridad sin perderme en ella?” preguntó Andrés con un tono casi desesperado, buscando orientación en su maestro.

Fabián lo miró directamente a los ojos, su rostro imperturbable. “Debes encontrar el equilibrio, Andrés. Yo mismo lo hago todos los días. Vivo en pecado, pero lo hago por una causa mayor. María… ella es mi mayor prueba. A través de ella he aprendido a vivir en el pecado sin perder mi fe. Es la voluntad de Dios que me haya entregado a este destino, y lo mismo hará contigo.”

Andrés no podía creer lo que estaba escuchando. “Tú… ¿tú vives en pecado todos los días, Caballero Santo? ¿Y aún conservas tu fe?”

“Así es,” respondió Fabián con serenidad. “María es mi pecado, pero también es mi salvación. Ella me mantiene conectado con la humanidad y con Dios. Sin ella, no podría mantener mi misión. Debes encontrar algo o alguien que te mantenga en el camino, incluso cuando camines entre las sombras.”

Andrés no podía imaginar un sacrificio mayor que el de Fabián. Su maestro no solo vivía en la oscuridad, sino que también aceptaba ese destino con una fe inquebrantable. “Entonces, Maestro, ¿cómo puedo abrazar la oscuridad como tú? ¿Cómo puedo aprender a vivir con este pecado diario?”

Fabián sonrió ligeramente. “Con humildad, Andrés. Debes ser humilde, aceptar que no eres más que una herramienta de Dios. No puedes ser más grande que tu misión. La oscuridad no debe dominarte, tú debes dominarla.”

Andrés inclinó la cabeza, aceptando las palabras de Fabián como si fueran el evangelio mismo. “Seré humilde, como tú, Maestro. Seré la herramienta de Dios. Y cuando llegue el momento… cumpliré con mi misión. Aunque me cueste todo lo que soy.”

“Esa es la verdadera prueba,” dijo Fabián. “Debes estar dispuesto a entregarlo todo, incluso tu alma, por la causa de Dios. Y cuando llegue el momento, Andrés, recuerda… Dios siempre estará contigo.”

Con esa declaración final, Andrés se sintió purificado, listo para comenzar su misión. Sabía que no habría regreso. Había aceptado su destino y se había entregado completamente a la voluntad de Dios, siguiendo a su maestro, el Caballero Santo Fabián, hacia lo que él creía que sería la batalla final.

Pero mientras Andrés se retiraba con esa devoción en su corazón, Fabián lo observaba con una mezcla de admiración y pesar. Sabía que la misión que le esperaba a Andrés no era lo que él pensaba, pero también sabía que este era el camino que Dios había trazado para ambos.

La mentira que había florecido en la mente de Andrés no era más que una herramienta, una forma de salvarlo de su propia destrucción. Pero Fabián también sabía que solo el tiempo revelaría si esa fe inquebrantable sería suficiente para enfrentar lo que estaba por venir.

Y así, con la conversación entre maestro y escudero sellada, ambos se prepararon para lo que estaba por venir, sabiendo que el destino los había puesto en un camino que solo Dios podía guiar.

Gracias por acompañarnos en este viaje al terror. ¡Nos vemos en el próximo episodio!”

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