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El cazador de almas perdidas – Creepypasta 202. Cuentos de Hombres Lobos

La Fe en la Oscuridad.

El amanecer apenas tocaba los edificios de la ciudad cuando el teléfono de Fabián vibró sobre la mesa de noche. Estaba en su apartamento, aún con el cuerpo de María descansando a su lado, desnuda, con la suavidad de las sábanas envolviendo sus cuerpos después de una noche intensa de pasión. El brillo dorado del sol entraba por las rendijas de las cortinas, pero en su interior, todo estaba en calma, hasta que el nombre del Cardenal apareció en la pantalla.

Con cuidado, para no despertar a María, Fabián se levantó y tomó la llamada.

—”Fabián, lamento molestarte a estas horas,” —comenzó la grave voz del Cardenal al otro lado—, “pero necesito confirmar los detalles del reporte que hemos recibido de Vambertoken.”

Fabián, aún con una claridad imperturbable, ajustó su postura. Su mente, tan firme como su fe, no dudaba. Todo estaba preparado, cada palabra medida para que el plan de Vambertoken siguiera su curso.

—”Es verdad, Cardenal,” —respondió Fabián con solemnidad—. “Steven Gordon, mi escudero, cayó durante una misión de escolta. La archicondesa Asha Vambertoken estuvo presente, y la escoltamos según lo planificado. Todo está en el informe que debería haber recibido.”

La voz del Cardenal se mantuvo firme, pero había un leve rastro de preocupación detrás de sus palabras. —”El vampiro está en alerta. Esta situación con Steven podría hacer que Vambertoken sospeche, Fabián. Agradecemos tu ofrecimiento para informar a la familia de Steven, pero creemos que lo mejor sería que permanezcas en tu posición estratégica. No podemos permitirnos que tu fachada frente al vampiro sea puesta en riesgo. Eres un activo valioso para nosotros, y el Vaticano cuenta contigo en estos momentos más que nunca.”

Fabián entendió de inmediato lo que implicaba. El Cardenal había declinado su oferta para informar a la familia de Steven porque lo necesitaban en otro lugar. No tenían ni idea de que él también era un doble agente, alguien que caminaba en las sombras, jugando a ambos lados en el intrincado juego de poder entre la Iglesia y los vampiros. La mentira se tejía cada vez más profundamente, y Fabián lo sabía. Pero no vacilaba.

—”Como desee, Eminencia. Permaneceré en mi puesto y continuaré con mi labor aquí. Que Dios nos guíe a todos en estos tiempos oscuros.”

El Cardenal emitió un suspiro, uno que contenía la carga de las decisiones tomadas en la penumbra. —”Que así sea, Fabián. Que Dios te guíe.”

Cuando la llamada terminó, Fabián dejó el teléfono a un lado y regresó a la cama. María, aún envuelta en las sábanas, lo miró con esos ojos que siempre habían sido su refugio, sus faros en medio de la tormenta. Ella conocía el riesgo, el peligro, y aún así, su amor era más fuerte que todo.

—”¿Qué te dijeron?” —preguntó María en un susurro, todavía medio adormilada.

Fabián sonrió levemente, sus dedos acariciando el cabello de María. —”Todo sigue según el plan,” —respondió con calma—. “El Cardenal aceptó el informe. No hay sospechas. Todo marcha bien.”

Pero había algo más en sus palabras, algo que María captó al instante. Ella conocía a Fabián como nadie más, y podía sentir esa energía renovada, esa fe inquebrantable que lo sostenía. Lo había visto luchar contra las sombras, pero ahora, era diferente. Algo había cambiado en él.

—”Dios tiene un propósito para mí, María,” —dijo Fabián, mirándola a los ojos—. “En medio de toda esta oscuridad, sé que estoy haciendo lo que debo hacer. Dios es amor, y yo he encontrado a Dios en ti. No importa cuán oscuro sea el camino que tenga que recorrer, mientras te tenga a mi lado, sé que estoy cerca de Él.”

María, tocada por sus palabras, se sentó y lo abrazó con fuerza. Podía sentir el peso de la misión que cargaba, pero también la fuerza de la fe que lo movía. Esa fe que no solo lo mantenía a él firme, sino que la mantenía a ella en pie.

—”Te amo,” —susurró María—, “y siempre estaré a tu lado.”

Fabián la abrazó de vuelta, con esa convicción que solo alguien lleno de fe puede tener. Sabía que el amor de María lo conectaba con lo divino, que era su faro en medio del caos. Había aceptado su papel como la herramienta de Dios en la oscuridad de Vambertoken. No importaba cuán denso fuera el mal que lo rodeara, Fabián sabía que tenía una misión.

El reloj marcaba la hora. Era tiempo de trabajar, tiempo de volver a la realidad sombría de La Purga. Pero, con cada paso que daba, Fabián sentía la presencia de Dios en cada rincón, y eso lo fortalecía.

Bienaventurados los que creen sin ver, pues de ellos será la gloria de los cielos.

Fabián se levantó de la cama, sabiendo que el día sería difícil, pero también sabiendo que su fe lo guiaría.

El beso de despedida entre Fabián y María fue intenso, casi eterno, pero se rompió en cuanto cruzaron las puertas de la sede de la Purga en Cochabamba. A partir de ese instante, María ya no era completamente ella misma. La voluntad de Asha había tomado el control, como cada día. Fabián, sabiendo que la perdería hasta la noche, observó cómo su amada se sumergía en la sombra de Asha, resignado a esperar hasta que ella volviera a ser libre.

La rutina de María como la voluntad de Asha comenzó tan pronto como entró en sus aposentos. Ahí, como cada mañana, Asha la esperaba desnuda, rodeada por un séquito de vestidos y prendas. Pero estos no eran simples vestidos. Cada uno de ellos representaba una creación única, elaborada con hilos finísimos de plata y oro, con gemas engastadas que hacían que la luz danzara sobre su piel como un hechizo de deseo. Eran el límite entre lo sensual y lo perversamente lujurioso. Cada pieza era un testimonio de que todos la desearían, pero solo su Seraph podría poseerla.

Asha pasó sus dedos lentamente por encima de una túnica translúcida tejida con sedas milenarias, imbuida con encantamientos de fascinación que hacían que cualquier mirada sobre ella se tornara en deseo incontrolable. A su lado, colgaba un corsé hecho de cuero negro celestial, endurecido con magia oscura y rematado con hilos de rubíes encantados que brillaban con una luz carmesí, tan seductora como peligrosa.

—”Querida,” —murmuró Asha, su voz impregnada de poder—. “Hoy, mi Seraph tiene planes para mí. Quiero que me ayudes a elegir el vestido que lo enloquezca.”

María asintió con reverencia, sabiendo que la decisión que tomara era crucial. Sin una pizca de vacilación, seleccionó un vestido confeccionado con escamas de dragón lunar, que se adaptaban al cuerpo de Asha como si fueran parte de su piel. Las escamas brillaban con una luz plateada, mientras los bordes del vestido eran tan finos que parecía desvanecerse en el aire, revelando y ocultando al mismo tiempo. La parte trasera del vestido dejaba al descubierto su espalda hasta la base de la columna, mientras los hombros estaban cubiertos por una capa de tela negra flotante que se movía como si tuviera vida propia.

—”Este será imposible de ignorar,” —dijo María, segura de que su elección era perfecta.

Asha tomó el vestido con una sonrisa oscura. —”Sabes exactamente lo que necesito,” —murmuró, mientras comenzaba a vestirse.

El vestido se ajustó a su figura de manera mágica, acentuando cada curva, cada rasgo, dejando a todos aquellos que lo contemplaran con la sensación de que estaban viendo algo prohibido. El escote era profundo, bajando hasta el ombligo, adornado con un collar hecho de diamantes negros que parecían pulsar con una energía propia. Los bordes del vestido reflejaban la luz como cuchillas, dando la impresión de que Asha no era solo una mujer, sino un arma viviente de seducción y destrucción.

María sabía que había acertado. Asha, la mujer más bella y peligrosa de todas, ahora estaba vestida como la verdadera encarnación del deseo y del poder absoluto.

—”Mi Seraph no podrá resistirse,” —susurró Asha, complacida—. “Pero aún falta algo.”

María se apresuró a elegir unos guantes largos de seda negra, decorados con pequeños rubíes que brillaban como gotas de sangre. Cada movimiento de Asha haría que la luz rebotara sobre las piedras preciosas, creando un efecto hipnótico. Completó el conjunto con una capa hecha de plumas de cuervo encantadas, que se movían con vida propia, envolviendo a Asha en un aura de misterio y peligro.

Asha se miró al espejo, satisfecha con su reflejo, y comenzó a repetir su ritual diario, una letanía de poder y posesión. —”Asha Latshiktor Vambertoken, esposa de Seraph Vambertoken Latshiktor, la mujer más poderosa y deseada en toda la historia. Solo mi Seraph puede tenerme.”

María la observaba en silencio, sabiendo que el poder de Asha no radicaba solo en su belleza, sino en su absoluta capacidad de dominar a cualquiera que la rodeara. Cada palabra, cada mirada, cada movimiento era una obra maestra de seducción y control. En ese momento, Asha era mucho más que una mujer: era una diosa viviente, destinada a ser adorada y temida.

Cuando finalmente estuvo lista, Asha volteó hacia María con una sonrisa triunfante. —”Hoy será un gran día. Mi Seraph tiene algo especial para mí, algo… inolvidable.”

Con esas palabras, Asha salió de sus aposentos, dejando una estela de poder y sensualidad detrás de ella. María la siguió en silencio, consciente de que mientras durara el día, sería una extensión de Asha, su sombra perfecta. Pero en el fondo, María aguardaba con ansias el momento en que volvería a los brazos de Fabián, donde finalmente sería libre.

Vambertoken siempre había sabido con quién se había casado. Desde la primera vez que cruzaron miradas en la corte de Nabucodonosor, lo supo. Asha Latshiktor, la mujer que, por su propia esencia, trascendía cualquier mortalidad, cualquier límite. Su relación, siempre envuelta en sombras, era un juego eterno de poder, devoción y tortura. Se amaban con una pasión tan intensa que bordeaba la locura, el veneno y el éxtasis, y aunque habían pasado siete mil años juntos, tres siglos de oscuridad total los había separado… hasta hoy.

Hoy, era un día diferente. Vambertoken había estado esperando este momento con la paciencia inquebrantable de los milenios. Sabía que su esposa lo amaba de una forma que solo podía describirse como enferma y retorcida. Asha adoraba dominar, controlar, quebrar las mentes y las almas de aquellos que caían en su red. Y por eso, este día era una celebración.

Cuando Asha entró en sus aposentos, había algo en la atmósfera que la hizo detenerse por un segundo. Sabía que su Seraph, el ser más frío y calculador que jamás había existido, tenía algo especial preparado para ella. No podía ocultar la curiosidad en sus ojos cuando él, con su habitual calma gélida, le entregó el presente más maravilloso que ella podría haber imaginado.

—”Kadupul,” —murmuró Vambertoken, su voz baja y tan afilada como el filo de una espada antigua—, “hoy tengo algo para ti.”

Asha, ya perdida en la devoción por su Seraph, contuvo el aliento. No era solo lo que él decía, sino cómo lo decía. Él sabía lo que ella deseaba más que cualquier cosa. Lo sabía desde aquella noche cuando los jardines colgantes de Babilonia ardieron, y el Kadupul que había protegido se convirtió en un símbolo eterno de su amor oscuro.

—”He pensado que te gustaría encargarte de los cien prisioneros que han llegado desde el Vaticano. Quiero que los domestiques… a tu manera.” —Vambertoken sonrió apenas, esa sonrisa fría y calculadora que solo Asha podía encontrar exquisita—. “Y Fabiola, la Bruja Roja… parece que ha soportado las torturas de María. Es hora de que la Maestra se encargue.”

El mundo de Asha se detuvo. Sus ojos brillaron con una emoción tan intensa que incluso Vambertoken, tan inmutable como siempre, pudo percibir la oleada de éxtasis que pasaba por ella. Cien almas. Cien vidas que podía moldear, destrozar, arrancarles la cordura y reconstruirlas según su capricho. Y no solo eso, su Seraph, su esposo, el ser al que ella veneraba por encima de todo, le estaba entregando a Fabiola, la única que había resistido. Era el reto perfecto, la culminación de todo lo que Asha amaba y disfrutaba.

—”Mi… Seraph…” —las palabras apenas pudieron salir de los labios de Asha, su voz temblaba de una manera que rara vez se permitía mostrar. Estaba tan desbordada por la emoción que ni siquiera podía contenerse—. “Esto es… más de lo que podría haber soñado.”

Asha siempre había estado acostumbrada a los regalos de su Seraph, pero nunca, nunca uno tan sublime. Habitualmente, él le pedía que fuera más práctica, más eficiente, que dejara de lado las torturas interminables que tanto la deleitaban. Pero hoy… hoy era diferente. Seraph Vambertoken Latshiktor, el ser que había permanecido inmutable durante siete mil años, le estaba entregando cien almas y una misión personal.

Ella sonrió, pero era una sonrisa que solo un ser como ella podría mostrar. Era la sonrisa de alguien que estaba a punto de desatar su más profundo deseo. Un deseo que había estado contenido, reprimido durante tanto tiempo, solo para liberarse de la manera más gloriosa posible.

—”Mi Kadupul,” —dijo Seraph, usando el nombre que solo él le otorgaba, ese nombre que se remontaba a cuando él protegió la flor de Kadupul de las llamas de Babilonia—, “es tuyo. Haz lo que desees con ellos. Pero Fabiola… ella es especial. No será fácil.”

Asha asintió, casi incapaz de procesar todo lo que estaba ocurriendo. Su amado Seraph, el ser al que veneraba con un amor tan retorcido que parecía distorsionar la realidad, le estaba dando lo que más deseaba. Estaba absolutamente desbordada. La emoción era tan intensa, tan embriagadora, que no había palabras para describirla.

—”No te preocupes, mi amado,” —dijo Asha con una voz suave, sus ojos brillando con un fuego inhumano—, “será mi obra maestra.”

Vambertoken la miró, sabiendo que en ese momento su esposa había alcanzado un estado de éxtasis más allá de lo humano, más allá de lo inmortal. Era su Asha, su Latshiktor. Su devoción a él, y su sed de poder, eran una sola. Y mientras la veía desbordarse con esa emoción silenciosa pero aplastante, supo que ella haría lo que nadie más podía.

El suspiro casi imperceptible que salió de los labios de Seraph, esa diminuta grieta en su máscara inhumana, fue todo lo que Asha necesitaba. Había ganado. No solo las almas, no solo el control sobre Fabiola… había logrado, una vez más, desarmar a su Seraph. En ese instante, su amor tóxico, su devoción retorcida, se consumó una vez más.

Y para Asha, nada podía ser más perfecto.

Vambertoken, en completo control, observaba el desenfreno de su esposa con la calma y frialdad que lo caracterizaban. Sus ojos seguían cada movimiento de Asha mientras ella desataba su poder, entregándose a la tortura de las cien almas con una pasión insaciable. Pero no era solo la violencia lo que lo mantenía allí, observando en silencio. Era su esposa, su Kadupul, desbordada en éxtasis. Y cuando él, con su voz baja y calculada, murmuró una sola palabra, fue suficiente.

—”Uno.”

Asha, completamente extasiada, casi en trance, volteó a ver a su Seraph. Sus ojos, desbordados de una mezcla de amor y poder, se posaron en él. No había nada en el mundo, ni en esta vida ni en la eternidad, que la hiciera sentir tan llena como estar bajo su mirada, bajo su control. Su cuerpo temblaba de una emoción que solo él podía provocarle.

Con pasos lentos y seguros, Asha se acercó a su amado Seraph. Sabía lo que vendría. Lo habían hecho antes. Lo hicieron en su boda, en la noche en que sus almas se unieron para siempre. Y mientras la sangre aún fresca y cálida manchaba sus labios, Asha se inclinó hacia él.

Con una suavidad casi irónica, Vambertoken la recibió. Sus labios se encontraron, pero esta vez fue diferente. Mientras se besaban, ambos mordieron sus lenguas, dejando que el néctar carmesí fluyera de sus bocas. La sangre, el elixir oscuro que sellaba su pacto, se intercambió entre ellos con una voracidad sin igual. Cada gota de sangre era un recordatorio de su amor enfermizo, de su unión eterna en la oscuridad.

Vambertoken bebió de ella, mientras Asha hacía lo mismo, con una intensidad que solo ellos comprendían. Era más que un beso, era una devoción mutua que los sumergía aún más en las profundidades de su retorcida relación. Ambos sabían que su amor no tenía límites, que estaban destinados a reinar juntos en las sombras.

Ambos quedaron manchados, con sus ropas empapadas en sangre, pero eso no importaba. Era un símbolo de su unión, de su poder. La sangre, tanto un símbolo de destrucción como de creación, fluía entre ellos como el lazo más profundo y oscuro que podían compartir. Su amor no tenía límites, y mientras se deleitaban el uno con el otro, sabían que nunca serían igualados.

—”Perfecto,” —murmuró Vambertoken mientras la sangre resbalaba por sus cuellos—. “Tal como siempre debe ser.”

Asha, aún bajo el éxtasis, sonrió de forma peligrosa, como solo ella podía hacerlo. Su Seraph era perfecto, su amor era perfecto. Y ahora, juntos, con sus ropas manchadas de rojo, se dirigieron hacia la próxima tarea del día.

Las clases de magia arcana de Vambertoken con Tatiana estaban por comenzar. Pero esta vez, algo había cambiado. Después de la exhibición de poder del día anterior, el vampiro había visto algo diferente en Tatiana. Algo que lo había intrigado, que había captado su atención más allá del control del Tótem de Drex. Ahora, veía en ella a una aprendiz digna de su enseñanza, una que merecía más de su tiempo, de su conocimiento.

—”Vamos, Kadupul,” —dijo con esa frialdad inhumana que lo caracterizaba—. “Es hora de seguir formando a nuestra futura digna maestra.”

Y así, ambos, manchados de sangre, pero extasiados por su retorcido y nauseabundo amor, se encaminaron hacia el lugar donde el verdadero poder continuaba floreciendo.

Gracias por acompañarnos en este viaje al terror. ¡Nos vemos en el próximo episodio!”

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