En un tranquilo pueblo rodeado de montañas y ríos cristalinos, vivía un niño llamado Lucas. Tenía diez años y era conocido por su gran energía y entusiasmo por la vida. Siempre estaba corriendo de un lado a otro, buscando nuevas aventuras y desafíos. Sin embargo, había algo que Lucas no poseía: paciencia.
Cada vez que deseaba algo, lo quería de inmediato. Si se le antojaba una fruta, quería que estuviera madura en el momento. Si quería aprender un nuevo truco en su bicicleta, se frustraba si no lo lograba en el primer intento. Sus padres, Clara y Javier, lo amaban profundamente, pero sabían que la falta de paciencia de Lucas podría causarle problemas a medida que creciera.
Una tarde, después de un largo día de escuela, Lucas llegó a casa y encontró a su abuelo, Don Ernesto, sentado en el porche. Don Ernesto era un hombre sabio, con cabello blanco como la nieve y una sonrisa tranquila que parecía conocer los secretos del mundo. Siempre tenía una historia o una lección para compartir, y Lucas lo adoraba.
—Hola, abuelo —dijo Lucas mientras se sentaba junto a él—. Hoy ha sido un día aburrido. Nada interesante pasó.
Don Ernesto sonrió y acarició la cabeza de su nieto.
—A veces, los días tranquilos son los más valiosos, Lucas. Es en esos días cuando aprendemos a observar y a esperar.
Lucas frunció el ceño, sin comprender del todo las palabras de su abuelo.
—¿Esperar? Pero eso es lo más difícil, abuelo. No me gusta esperar. Quiero que las cosas sucedan ahora.
Don Ernesto rió suavemente y señaló hacia el gran árbol que crecía en el centro del jardín.
—¿Ves ese árbol, Lucas? —preguntó—. Ha estado aquí desde antes de que yo naciera. Y aunque ahora es fuerte y alto, no siempre fue así. Cuando era joven, ese árbol no era más que una pequeña semilla enterrada en la tierra.
Lucas miró el árbol, impresionado por su tamaño. Sus ramas se extendían hacia el cielo, ofreciendo sombra y cobijo a todo aquel que se acercara.
—¿Cómo pudo una semilla tan pequeña convertirse en algo tan grande? —preguntó Lucas, curioso.
—Eso, mi querido nieto, es gracias a la paciencia —respondió Don Ernesto—. La semilla no creció de la noche a la mañana. Primero tuvo que echar raíces, luego crecer lentamente, enfrentando el viento, la lluvia, y el sol. Día tras día, sin prisa, pero sin detenerse, el árbol se fortaleció. La paciencia le dio la fuerza para convertirse en lo que es hoy.
Lucas se quedó en silencio, pensando en las palabras de su abuelo. Le costaba imaginar cómo algo tan poderoso como un árbol podía haber empezado como una simple semilla. Pero aún más difícil de imaginar era cómo podía alguien tener tanta paciencia para esperar tanto tiempo.
Esa noche, mientras se preparaba para dormir, Lucas no podía dejar de pensar en la historia del árbol. Se dio cuenta de que había muchas cosas en su vida que deseaba con impaciencia. Quería ser el mejor jugador de fútbol en su equipo, aprender a tocar la guitarra como su tío, e incluso quería que su perro, Max, aprendiera nuevos trucos de inmediato. Sin embargo, todo eso parecía requerir algo que él no tenía: paciencia.
Al día siguiente, Lucas decidió poner a prueba lo que había aprendido de su abuelo. En lugar de impacientarse por cada cosa que deseaba, trató de tomarse el tiempo para observar y esperar. Mientras jugaba fútbol con sus amigos, se concentró en cada pase y cada movimiento, sin apresurarse a ser el héroe del partido. Aunque no marcó ningún gol ese día, se sintió más tranquilo y contento.
Cuando llegó a casa, encontró a su madre cuidando del huerto familiar. Clara estaba agachada, revisando las plantas de tomate que habían sembrado semanas atrás.
—Hola, mamá —dijo Lucas mientras se acercaba—. ¿Cómo están los tomates?
—Están creciendo bien, pero aún no están listos para ser cosechados —respondió Clara con una sonrisa—. Tenemos que esperar un poco más para que estén en su punto.
Lucas observó las plantas. Aún no habían dado frutos, pero sus hojas verdes y brillantes eran señal de que estaban en camino.
—¿Cuánto tiempo más tenemos que esperar? —preguntó, tratando de ocultar su impaciencia.
—Unas semanas más, tal vez —dijo su madre—. Pero cuando estén listos, te prometo que valdrá la pena la espera.
Lucas asintió, recordando las palabras de su abuelo. Sabía que las plantas necesitaban tiempo para crecer, igual que el árbol en el jardín.
Durante las siguientes semanas, Lucas continuó trabajando en su paciencia. Cuando no lograba algo en el primer intento, se detenía, respiraba hondo, y volvía a intentarlo, recordando siempre que la paciencia le ayudaría a fortalecerse. Poco a poco, comenzó a notar cambios en sí mismo. Ya no se frustraba tan fácilmente y, aunque los resultados no siempre eran inmediatos, se sentía orgulloso de su perseverancia.
Una tarde, cuando Lucas regresó de la escuela, encontró a Don Ernesto en el jardín, observando el árbol. Lucas corrió hacia él, emocionado por compartir sus avances.
—Abuelo, he estado practicando la paciencia, como me dijiste. Es difícil, pero creo que estoy mejorando.
Don Ernesto sonrió y asintió, satisfecho con las palabras de su nieto.
—Estoy muy orgulloso de ti, Lucas. La paciencia no es algo que se aprende de un día para otro, pero cada vez que la practicas, te vuelves más fuerte, como ese árbol.
Lucas miró el árbol con nuevos ojos. Ahora entendía que la fuerza no se trataba solo de poder o rapidez, sino también de la capacidad de esperar y perseverar. Sabía que aún tenía mucho que aprender, pero estaba dispuesto a seguir intentándolo.
Esa noche, antes de dormir, Lucas miró por la ventana hacia el jardín. La luna brillaba suavemente, iluminando el árbol que ahora era su símbolo de paciencia y fortaleza. Se dio cuenta de que, al igual que el árbol, él también estaba echando raíces, aprendiendo a crecer a su propio ritmo.
Con una sonrisa en su rostro, Lucas cerró los ojos, dispuesto a enfrentar cada nuevo día con la calma y la paciencia que estaba aprendiendo a cultivar.
Los días pasaban, y Lucas continuaba practicando la paciencia. Pero un día, algo inesperado ocurrió en el tranquilo pueblo. Una gran feria llegó al lugar, con juegos, atracciones y una competencia especial que llamaba la atención de todos los niños: la Carrera de los Sueños. Se trataba de una competencia en la que los niños debían atravesar un circuito lleno de obstáculos, y el ganador recibiría un trofeo dorado junto con un misterioso premio.
Lucas estaba emocionado por participar. Siempre había sido rápido y ágil, y la idea de ganar ese trofeo lo entusiasmaba. Se imaginaba a sí mismo cruzando la meta, con todos sus amigos aplaudiendo y celebrando su victoria. Sin embargo, cuando se inscribió en la competencia, notó algo que le preocupó: algunos de los obstáculos parecían ser más desafiantes de lo que había esperado.
El día de la carrera, Lucas se dirigió a la feria acompañado por sus padres y su abuelo. Mientras caminaban entre los puestos de comida y las atracciones, Lucas no podía dejar de pensar en la carrera. Quería ganar, pero también sentía una pequeña duda en su corazón. ¿Sería capaz de superar todos los obstáculos?
Cuando llegó el momento de la competencia, Lucas se alineó junto a otros niños, todos tan emocionados como él. El organizador de la carrera, un hombre alto y con una gran barba blanca, les dio algunas instrucciones.
—Escuchen bien, jóvenes —dijo el organizador con voz firme—. Esta no es una carrera común. No solo se trata de ser rápido, sino también de ser inteligente y, sobre todo, paciente. Habrá momentos en los que la prisa no les ayudará. En esos momentos, deberán recordar que la paciencia puede ser su mejor aliada.
Lucas escuchó atentamente, pero su mente seguía enfocada en ganar. Cuando la señal de inicio sonó, salió disparado, adelantando a la mayoría de los niños en los primeros metros. Se sentía seguro, fuerte y convencido de que podía ganar.
El primer obstáculo era un grupo de neumáticos que debían atravesar saltando dentro y fuera de ellos. Lucas lo hizo sin problemas, moviéndose con agilidad y velocidad. Pero cuando llegó al segundo obstáculo, se dio cuenta de que la carrera no sería tan fácil como había imaginado.
Frente a él había una serie de cuerdas entrelazadas formando una especie de telaraña gigante. Para pasar, los niños debían trepar con cuidado, evitando enredarse. Lucas, impaciente por seguir adelante, intentó atravesar las cuerdas lo más rápido posible, pero sus movimientos apresurados hicieron que se enredara en la telaraña. Mientras luchaba por liberarse, vio cómo otros niños, que se habían movido con más calma y cuidado, lo adelantaban.
Frustrado, pero decidido a seguir, Lucas finalmente logró desatarse y continuó la carrera. A lo lejos, vio el tercer obstáculo: una pared de madera con pequeñas aberturas por las que debían escalar. Esta vez, Lucas intentó recordar las palabras de su abuelo y del organizador de la carrera. Sabía que si intentaba escalar la pared con prisa, podría resbalar y caer.
Respirando hondo, comenzó a subir lentamente, asegurándose de que cada uno de sus pasos fuera firme. Aunque quería llegar a la cima lo antes posible, se obligó a mantener la calma y a avanzar con paciencia. Para su sorpresa, esta estrategia funcionó. Subió la pared sin problemas y pronto se encontró en la cima, listo para saltar al otro lado.
Pero cuando llegó al siguiente tramo del circuito, algo le llamó la atención. Allí, en medio de la pista, había un charco de barro que parecía ser el obstáculo más sencillo de todos. Los niños que habían llegado antes que él estaba tratando de atravesarlo rápidamente, pero el barro era más profundo de lo que parecía. Uno a uno, los niños comenzaron a hundirse en el barro, quedando atrapados.
Lucas se detuvo por un momento y recordó la historia del árbol que su abuelo le había contado. Se dio cuenta de que este era uno de esos momentos en los que la paciencia sería clave. En lugar de apresurarse y seguir a los demás, decidió observar con atención el charco. Vio que había una pequeña área en el borde donde el barro no parecía tan profundo.
Con calma, Lucas comenzó a rodear el charco, pisando con cuidado en los lugares que parecían más firmes. No tenía la certeza de que esta fuera la mejor manera de cruzarlo, pero sabía que moverse con paciencia le daría más oportunidades de no quedar atrapado. Cuando llegó al otro lado, se sorprendió al ver que era uno de los pocos que había logrado evitar el barro por completo.
Mientras continuaba la carrera, Lucas sintió que algo dentro de él estaba cambiando. Ya no estaba obsesionado con ganar el trofeo. En lugar de eso, se concentraba en disfrutar cada parte del circuito, enfrentando cada obstáculo con la misma calma y paciencia que había utilizado para cruzar el charco de barro.
Finalmente, llegó al último obstáculo: una serie de postes altos que debían ser escalados uno por uno hasta llegar a la meta. Algunos niños intentaron saltar de un poste a otro rápidamente, pero Lucas decidió tomarse su tiempo. Sabía que la paciencia que había aprendido en los días anteriores le permitiría llegar a la meta sin caer.
Con cuidado, subió el primer poste, luego el segundo, y así sucesivamente, hasta que finalmente alcanzó el último poste. Desde allí, pudo ver la meta a solo unos metros de distancia. Los aplausos y gritos de la multitud lo animaban, pero Lucas no se dejó llevar por la emoción. Sabía que debía seguir siendo paciente, incluso en ese último tramo.
Cuando finalmente cruzó la meta, no fue el primero en llegar, pero tampoco fue el último. Más importante aún, había terminado la carrera con una sonrisa en el rostro, sintiéndose más fuerte y más sabio que nunca.
El organizador de la carrera lo felicitó personalmente.
—Lucas, hoy has demostrado que la paciencia realmente fortalece —dijo el hombre con la barba blanca—. A veces, la victoria no se mide solo en quién llega primero, sino en quién aprende y crece durante el camino.
Lucas asintió, sintiéndose profundamente satisfecho. Había empezado la carrera con la intención de ganar un trofeo, pero había terminado ganando algo mucho más valioso: una lección que llevaría consigo para el resto de su vida.
Después de la carrera, Lucas regresó a casa con una sensación de satisfacción que nunca antes había experimentado. Aunque no había ganado el trofeo, se sentía como un verdadero ganador. Su familia lo esperaba en la puerta de casa con sonrisas y abrazos.
—¡Estamos muy orgullosos de ti, Lucas! —dijo su madre, Clara, mientras lo abrazaba con fuerza—. No importa que no hayas ganado el primer lugar. Lo importante es lo que aprendiste en el camino.
Don Ernesto, su abuelo, estaba allí también, con su típica sonrisa serena.
—Te dije que la paciencia te haría más fuerte —le dijo, poniéndole una mano en el hombro—. Hoy has demostrado que tienes la sabiduría de un árbol que ha aprendido a crecer con calma.
Lucas sonrió y asintió, pero había algo más que deseaba hacer. Quería compartir lo que había aprendido con los demás. Sabía que muchos de sus amigos también luchaban con la impaciencia, y tal vez, su experiencia en la carrera podría ayudarles.
Al día siguiente, en la escuela, Lucas decidió hablar con su profesor, el señor Gómez, sobre la carrera y lo que había aprendido. El señor Gómez era un hombre amable, conocido por siempre estar dispuesto a escuchar a sus alumnos.
—Señor Gómez —dijo Lucas tímidamente mientras se acercaba al escritorio—, quería contarle sobre algo que aprendí durante la carrera de ayer.
El profesor lo miró con interés.
—Por supuesto, Lucas. Estoy seguro de que todos podríamos aprender algo de tu experiencia.
Durante la clase, el señor Gómez invitó a Lucas a compartir su historia con sus compañeros. Lucas se puso de pie frente a la clase, y aunque al principio estaba un poco nervioso, pronto se sintió más seguro al recordar lo que había aprendido.
—Ayer participé en una carrera en la feria del pueblo —comenzó Lucas—. Al principio, pensé que todo se trataba de correr lo más rápido posible para ganar el trofeo. Pero cuando llegué al segundo obstáculo, me di cuenta de que la prisa no me iba a llevar a ninguna parte.
Sus compañeros lo escuchaban atentamente, algunos con expresiones de sorpresa. Lucas continuó, explicando cómo había aprendido a enfrentarse a cada obstáculo con paciencia y cómo eso lo había ayudado a llegar más lejos de lo que había imaginado.
—Al final, no gané el primer lugar —dijo Lucas—, pero me di cuenta de que había ganado algo más importante. La paciencia me ayudó a disfrutar el viaje, a pensar antes de actuar y a encontrar soluciones que no había visto antes. Creo que todos podemos aprender algo de esto, no solo en las carreras, sino en la vida diaria.
El salón de clases se llenó de murmullos de aprobación, y el señor Gómez sonrió, claramente impresionado por la madurez de Lucas.
—Has aprendido una lección muy valiosa, Lucas —dijo el profesor—. La paciencia es una virtud que no siempre es fácil de cultivar, pero aquellos que lo logran encuentran una fortaleza interna que los guía en los momentos más difíciles.
Después de la clase, varios de sus compañeros se acercaron a Lucas para felicitarlo y agradecerle por compartir su experiencia. Incluso algunos de los niños que habían competido en la carrera con él le dijeron que también habían aprendido algo importante al verlo actuar con calma y determinación.
Con el paso de los días, Lucas notó que su vida empezaba a cambiar de maneras sutiles pero significativas. En lugar de impacientarse cuando no lograba algo de inmediato, recordaba la carrera y se decía a sí mismo que debía tomarse su tiempo. Cuando practicaba fútbol, en lugar de frustrarse por no marcar un gol, se concentraba en mejorar sus habilidades con cada intento. Y cuando Max, su perro, no aprendía un truco nuevo rápidamente, Lucas se detenía, respiraba hondo y lo intentaba de nuevo con una sonrisa.
Una tarde, mientras paseaba por el jardín, Lucas se encontró con Don Ernesto bajo el gran árbol que tanto había significado para él. El viento susurraba entre las hojas, creando una melodía tranquila y relajante.
—Abuelo, creo que finalmente entiendo lo que me querías enseñar sobre la paciencia —dijo Lucas, mirando las ramas que se extendían hacia el cielo—. Antes, pensaba que la paciencia era solo esperar, pero ahora sé que es mucho más. Es aprender a disfrutar del proceso, a encontrar soluciones con calma y a crecer con cada experiencia, como este árbol.
Don Ernesto lo miró con ojos llenos de orgullo.
—Estoy muy contento de escuchar eso, Lucas. La paciencia no es algo que se aprenda de un día para otro, pero es una lección que nos acompaña durante toda la vida. Al igual que este árbol, tú también estás creciendo, y cada día que practicas la paciencia, te vuelves más fuerte y más sabio.
Lucas asintió, sintiéndose más conectado con la naturaleza y con las enseñanzas de su abuelo. Sabía que aún tenía mucho que aprender, pero también sabía que tenía el tiempo y la paciencia para hacerlo. Y con esa tranquilidad en su corazón, estaba listo para enfrentar cualquier desafío que la vida le presentara.
Los días se convirtieron en semanas, y Lucas continuó practicando la paciencia en cada aspecto de su vida. Cuando llegó el momento de cosechar los tomates del huerto familiar, se dio cuenta de que la espera había valido la pena. Los tomates estaban rojos y jugosos, y sabían mucho mejor de lo que había imaginado. Se dio cuenta de que la paciencia también podía ser sabrosa.
Una tarde, mientras disfrutaba de un delicioso tomate con su abuelo bajo el gran árbol, Lucas se dio cuenta de lo afortunado que era. No solo había aprendido una lección invaluable sobre la paciencia, sino que también había encontrado una manera de compartir ese conocimiento con los demás.
—Gracias, abuelo —dijo Lucas de repente—. Gracias por enseñarme sobre la paciencia y por mostrarme que, al igual que este árbol, todos podemos crecer y fortalecernos con el tiempo.
Don Ernesto sonrió y asintió.
—De nada, Lucas. La paciencia es una lección que no se olvida fácilmente, y me alegra saber que la llevarás contigo en cada paso de tu vida.
Con esas palabras, Lucas sintió una paz interior que nunca antes había experimentado. Sabía que el camino por delante no siempre sería fácil, pero también sabía que tenía las herramientas necesarias para enfrentarlo con calma y sabiduría. Y así, bajo la sombra del árbol sabio, Lucas se comprometió a seguir creciendo, con paciencia y determinación, son importantes para poder culminar nuestros proyectos con éxito.
La moraleja de esta historia es que la paciencia siempre nos fortalece.
Y colorín colorín, este cuento llego a su fin. bueno mis amables oyentes. ¡hasta muy pronto! CON UN NUEVO CUENTO CON MORALEJA.
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