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El cazador de almas perdidas – Creepypasta 196. Historias de Terror

El Asalto de los Licántropos.

La batalla en Cochabamba se intensificaba. El aire estaba cargado de pólvora, gritos y sangre. Las fuerzas de La purga se tambaleaban bajo el incesante asedio de las hordas de vampiros sanguijuelas. Cada segundo parecía un paso más hacia la derrota. Las bajas entre los escuadrones de Oricalco se acumulaban, los cadáveres de sus compañeros se amontonaban a su alrededor, y la marea de criaturas no cesaba. La ciudad estaba sumida en el caos.

Julián y Raúl, los líderes del frente, sabían que la situación era insostenible. El reagrupamiento táctico se hacía inevitable, pero con el enemigo presionando en cada flanco, ¿cómo podrían retirarse sin que se convirtiera en una masacre?

—¡Nos están arrinconando! —rugió Raúl, transformado en su forma de skinwalker, enfrentando a un grupo de sanguijuelas que intentaban abrirse paso entre las líneas. Sus garras rasgaban el aire, pero sabía que solo estaba ganando tiempo.

Julián, cubierto de sangre y sudor, recitaba sin descanso fragmentos de las Escrituras, convocando la luz divina para destrozar a los vampiros que se atrevían a cruzar su campo de visión.

—”Porque Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos” —clamó Julián con fuerza, un rayo de luz estallando desde sus manos y fulminando a una docena de criaturas al instante. Sin embargo, aunque poderosos, ni las habilidades de Julián ni los ataques de Raúl podían detener lo inevitable. Necesitaban un cambio. Algo que inclinara la balanza a su favor.

Y ahí estaba Diana, lista para responder al llamado de la batalla.

Los licántropos de Colombia eran conocidos por su fuerza y brutalidad, y Diana, la más cercana a la bestia, era una de las más letales de su clase. Su cuerpo, ya transformado, parecía vibrar con la pura furia del combate. Las heridas en su piel sanaban casi al instante, y su agilidad era incomparable. Con cada embestida, rasgaba la carne de los vampiros sanguijuelas, cortándolos en pedazos antes de que pudieran reaccionar.

—¡Diana, vamos! —gritó Tyrannus, su compañero licántropo, al ver cómo las hordas seguían presionando.

Tyrannus, aún en su forma humana, levantó los brazos al cielo, invocando su piroquinesis. Las llamas comenzaron a envolverlo lentamente, una corona de fuego que brillaba con intensidad sobrenatural.

—¡Esto es lo que vinimos a buscar! —rugió Tyrannus con una risa sádica en sus labios. El poder del fuego era incontenible, su energía se liberaba en ráfagas. Mientras los vampiros intentaban acercarse, eran consumidos por el calor abrasador.

En ese momento, Tyrannus decidió liberar su máximo poder. Cubierto en llamas, su cuerpo comenzó a retorcerse mientras su piel se desgarraba para dar paso a su forma de licántropo. Pero no era una simple transformación. Su piel lupina ardía con furia, convirtiéndolo en una bestia envuelta en fuego puro.

Los vampiros sanguijuelas retrocedieron por instinto, aterrados por la monstruosa figura que se alzaba ante ellos. Tyrannus, completamente transformado, rugió, y las llamas se desataron en un radio de metros, incinerando todo a su paso.

Óscar, desde su posición, observaba con un atisbo de temor y asombro. A pesar de que había sido convertido en vampiro hacía apenas un año y pasado un tiempo como humano durante su estancia en el Vaticano, la brutalidad de los licántropos lo superaba. Era imposible no sentir un escalofrío al ver cómo Tyrannus y Diana se sumergían en el frenesí del combate, sin mostrar un ápice de control, y a la vez, dominaban el campo de batalla.

Lía, su compañera, con nueve siglos de experiencia como vampira, se mantenía a su lado, lanzando dagas con precisión mortal hacia los vampiros sanguijuelas que se acercaban. Pero no podía ocultar su disgusto por los licántropos.

—No confío en ellos —murmuró Lía, mientras lanzaba otra daga con precisión mortal, clavándola en el cráneo de un vampiro sanguijuela.

—No somos los únicos —respondió Óscar, su mirada fija en Diana mientras la veía desgarrar con sus garras a otro grupo de criaturas—. Pero no podemos negar que los necesitamos.

Diana, cubierta de sangre, rugió mientras continuaba su matanza. Su cercanía a la bestia era palpable. En su forma licántropa, su cuerpo parecía una máquina de destrucción incontrolable, y aún así, cada movimiento estaba calculado, cada ataque letal. A pesar del caos, Diana seguía buscando algo más que la supervivencia. Tyrannus también. Ambos habían venido a buscar el calor de la batalla, la emoción de enfrentarse a la muerte.

—¡Sigue! —gritó Diana, sus ojos destellando con una rabia salvaje—. ¡Este es el combate que estábamos esperando!

El rugido de Tyrannus, recubierto en llamas, resonó por el campo de batalla mientras él y Diana se lanzaban de lleno contra la horda. Los vampiros sanguijuelas caían como moscas, incapaces de resistir la furia desatada de los licántropos.

La estrategia de la horda empezaba a desmoronarse. Raúl, viendo que la balanza finalmente comenzaba a inclinarse a su favor, dio la orden de reagruparse. Con Diana y Tyrannus cubriendo el frente, los escuadrones de Oricalco comenzaron a organizarse nuevamente.

—¡Aprovechen el momento! —gritó Raúl, su voz resonando con autoridad—. ¡No dejen que esta oportunidad se les escape!

El equipo de Oricalco avanzó con renovada fuerza, liderados por el poder incontenible de los licántropos. Julián, viendo que la situación comenzaba a estabilizarse, recitó otra oración mientras lanzaba un frasco de agua bendita en el aire.

—”Jehová peleará por vosotros”, —repitió Julián, y cuando el frasco estalló, una explosión de luz envolvió a los vampiros restantes, purificándolos con su fulgor divino.

A pesar del temor que sentían por los licántropos, la verdad era innegable: sin Diana y Tyrannus, no habrían sobrevivido este encuentro. Los vampiros sanguijuelas fueron derrotados, sus cuerpos desintegrándose en polvo bajo los efectos de la luz divina de Julián y las llamas de Tyrannus.

Diana, jadeando, miró a su alrededor, complacida. El campo de batalla estaba cubierto de sangre, pero los licántropos habían prevalecido. Tyrannus, aún en su forma de lobo en llamas, se giró hacia ella, una sonrisa feroz en su rostro.

—No está mal para un primer encuentro, ¿eh? —dijo Tyrannus.

Diana asintió, su cuerpo aún temblando por la excitación de la batalla.

—Esto es lo que esperábamos. No la política. No las palabras vacías del Archicón de Ramírez.

Óscar, a unos metros de distancia, observaba en silencio. Lía, a su lado, frunció el ceño.

—Los necesitamos —admitió finalmente Óscar, su voz baja y llena de resentimiento—. Pero nunca dejaré de odiarlos.

El campo de batalla estaba despejado. Las bajas entre Oricalco eran significativas, pero habían logrado resistir. Raúl y Julián intercambiaron una mirada de cansancio, sabiendo que, aunque la victoria era suya, el costo había sido alto.

La victoria en Cochabamba no trajo alivio, sino más tensión. El campo de batalla seguía marcado por la muerte, y el equipo de la Purga se movía entre los cadáveres y los restos de la lucha. Julián y Raúl, ambos líderes cansados, observaban a sus hombres, y aunque habían logrado contener a las hordas de vampiros sanguijuela, el coste había sido elevado. El equipo de Oricalco estaba exhausto, física y mentalmente.

En medio de todo, los licántropos Diana y Tyrannus, a quienes aún no terminaban de aceptar, permanecían vigilantes. Ellos, más que nadie, habían transformado el curso de la batalla con su brutalidad y poderes inhumanos, pero eso no había sido suficiente para ganarse la confianza de todos.

Óscar, aún adaptándose a su vida como vampiro después de haber sido humano durante un breve periodo, caminaba entre los cuerpos con su mirada fija en Diana y Tyrannus. A pesar de haber luchado juntos, los antiguos resentimientos persistían. Diana, la feroz licántropa, había sido una de las principales responsables de la caída de la organización de cazadores de hombres lobo a la que Óscar pertenecía, la Muerte Plata. Ahora, aunque luchaban bajo el mismo estandarte, el peso del pasado seguía presente en cada mirada que Óscar le dirigía.

Mientras revisaba a su escuadrón, Óscar no pudo evitar sentirse incómodo. Los vampiros y licántropos nunca habían sido aliados naturales, y a pesar de las órdenes superiores, las tensiones seguían ahí, latentes, como brasas esperando reavivarse.

Lía, con siglos de experiencia como vampira, entendía perfectamente esas tensiones. Ella misma no estaba del todo cómoda trabajando con los licántropos, pero sabía que, para que la Purga funcionara, esas diferencias debían ser superadas.

—¿Cómo lo estás llevando? —preguntó Lía en voz baja a Óscar, mientras ambos inspeccionaban a los sobrevivientes.

—No es fácil —respondió Óscar, su voz cargada de amargura—. Verlos ahí, luchando a nuestro lado… Después de todo lo que hicieron. Después de lo que hicieron.

Lía asintió. Ella también sentía la incomodidad, pero a diferencia de Óscar, sabía que esos resentimientos debían ser dejados de lado. En la Purga, no había espacio para los rencores personales, aunque las cicatrices nunca desaparecieran del todo.

—Necesitamos superar esto, Óscar. De lo contrario, somos tan vulnerables como nuestros enemigos —le dijo, su tono firme pero comprensivo.

Diana, por su parte, se mantenía cerca de Tyrannus, ambos observando a los vampiros a su alrededor. Sabían perfectamente que no eran bienvenidos en el equipo, que no importaba cuántas batallas ganaran, siempre serían vistos con recelo. Diana, quien tenía la habilidad de transformarse en licántropa hasta tres veces al día sin pociones, era una bestia en combate, casi imposible de detener. Su velocidad, su ferocidad, la hacían destacar, pero también causaban miedo y desconfianza en sus compañeros.

Tyrannus, con su habilidad de envolver su cuerpo en llamas antes de transformarse, parecía más un demonio que un licántropo. La combinación de sus poderes y su transformación licántropa lo hacían una fuerza imparable, pero a la vez, un ser monstruoso. La mezcla de piroquinesis y telequinesis en su forma humana ya era temida por sus compañeros. Cuando adoptaba su forma de bestia, el temor se transformaba en verdadero pánico.

—No esperes que nos acepten —dijo Tyrannus a Diana, mientras observaban a los vampiros que los rodeaban—. No somos como ellos. Nunca lo seremos.

Diana sonrió, mostrando sus afilados colmillos.

—No me importa lo que piensen. Ellos saben que somos necesarios. Sin nosotros, estarían muertos.

Raúl, el skinwalker al mando, observaba la dinámica entre sus hombres. Sabía que no podía dejar que esas tensiones los destruyeran desde dentro, pero tampoco podía forzar una unidad que simplemente no existía. Él mismo, un ser que podía cambiar de forma, entendía lo que era ser temido y mal comprendido. La confianza en el equipo de Oricalco no se ganaba fácilmente, y a pesar de que los licántropos habían salvado el día, había demasiados resentimientos antiguos y desconfianza acumulada.

Julián, el exorcista, líder del otro escuadrón, también estaba observando la situación con detenimiento. Aunque confiaba en la fuerza de los licántropos, no podía evitar sentir un conflicto interno. Él era un hombre de fe, y trabajar con criaturas tan cercanas a lo oscuro y lo inhumano le resultaba perturbador. En su mente, seguía recitando pasajes de la Biblia, buscando respuestas, buscando consuelo.

Julián siempre había liderado con una fe inquebrantable, utilizando sus poderes divinos para guiar a sus hombres y protegerlos de las fuerzas oscuras. Sin embargo, la creciente dependencia de los licántropos y otras criaturas sobrenaturales dentro de Oricalco lo hacía dudar. Su poder como exorcista era absoluto, pero se sentía cada vez más distanciado de la naturaleza divina de su misión, como si estuviera cediendo demasiado terreno a lo oscuro.

—La victoria tiene un precio —murmuró para sí mismo, mientras recitaba un salmo en voz baja, una oración por las almas caídas—. Que Dios nos guíe en este infierno.

Los vampiros y los licántropos seguían manteniendo su distancia mientras se reorganizaban. Diana y Tyrannus compartían una mirada de complicidad, sabiendo que el conflicto era inevitable. No confiaban en los vampiros, ni en los sacerdotes. Su lealtad, en última instancia, era hacia sí mismos y los suyos.

El combate había terminado, pero la verdadera batalla estaba aún por librarse. En el corazón de Oricalco, las diferencias entre los miembros del equipo amenazaban con romper lo poco que quedaba de unidad. Los viejos rencores, las antiguas lealtades y los resentimientos no desaparecían solo porque compartieran un enemigo común. La convivencia entre vampiros, licántropos y humanos era frágil, y todos lo sabían.

Mientras los soldados heridos eran atendidos y el equipo se preparaba para reagruparse, Raúl y Julián sabían que la próxima batalla no sería solo contra las fuerzas oscuras de Ragnarok, sino también contra los fantasmas del pasado y las tensiones que seguían acechando en las sombras.

Gracias por acompañarnos en este viaje al terror. ¡Nos vemos en el próximo episodio!”

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