El cazador de almas perdidas – Creepypasta 171. Historias de Terror
Los Doble Agente del Vaticano.
A medida que las grandes puertas del Vaticano se cerraban detrás de Fabián y Julián, la fría atmósfera de la Santa Sede envolvía sus corazones en una espiral de tensión. Ellos sabían que este momento era crucial, que cada palabra, cada gesto y cada decisión que tomaran durante esas próximas horas determinaría el futuro de sus vidas, de sus seres queridos, y de todo aquello en lo que creían. Pero, sobre todo, sabían que estaban bajo la sombra inquebrantable de Vambertoken.
Fabián fue guiado hacia una sala pequeña y ornamentada, donde el Cardenal que lo esperaba ya estaba sentado con una mirada que transmitía una mezcla de autoridad y sospecha. Los largos años de servicio en la Iglesia le habían enseñado a Fabián que hombres como este Cardenal no eran fáciles de engañar. Cualquier error podría costarle no solo su vida, sino la de María, Julián, y todo lo que amaban.
El aire parecía pesado mientras el Cardenal, un hombre de aspecto solemne y ojos afilados, lo miraba detenidamente. El Cardenal no necesitaba decir una palabra para dejar claro que este encuentro sería una prueba. Había tensión en cada segundo.
—Fabián… —comenzó el Cardenal, con una voz que parecía penetrar hasta lo más profundo de su ser—. ¿Sabes por qué te hemos llamado aquí hoy?
Fabián, sintiendo la presión de los mil ojos invisibles que lo vigilaban, bajó la mirada con humildad. Sabía que la única manera de sobrevivir era seguir el papel que tan bien había aprendido a interpretar: el del hombre de fe, el del hombre puro, débil y siempre consciente de su humanidad.
—Eminencia… —comenzó Fabián, haciendo una leve inclinación de cabeza—. No soy más que un humilde siervo del Señor. Mi labor bajo el mando del Archicónde la purga, Vambertoken, es una carga que llevo con el único propósito de redimir almas y luchar contra las tinieblas. Pero no soy apto para esto… Soy débil, un hombre lleno de fallas, solo me sostengo por la gracia de Dios.
El Cardenal lo observaba, midiendo cada palabra con el escrutinio de un hombre que había visto innumerables mentiras y verdades a lo largo de su carrera. A pesar de la serenidad en su rostro, sus ojos eran como dagas, buscando cualquier inconsistencia en el testimonio de Fabián.
—Humildad… —repitió el Cardenal con una sonrisa apenas perceptible—. Siempre has sido conocido por eso, Fabián. De hecho… —sacó un recorte de periódico de su escritorio y lo extendió sobre la mesa—. Incluso la prensa ha notado esa particular virtud en ti. Aquí… te alaban como un verdadero pescador entre los hombres, un siervo fiel. Y tal como dijo la periodista, solo un hombre tan humilde podría estar tan cerca de la oscuridad… y no corromperse.
Fabián sintió cómo un peso enorme caía sobre sus hombros. No podía creer lo que estaba escuchando. Había pecado tantas veces, había roto su voto de castidad, se había entregado a las artes oscuras, a las pociones y los talismanes de sangre. Pero aquí estaba, en la Santa Sede, frente a uno de los hombres más poderosos de la Iglesia, y estaba siendo visto como un modelo de virtud. El alivio que sintió fue casi paralizante. Todo dependía de mantener esa fachada.
—Dios es misericordioso, Eminencia… —respondió Fabián, su voz cargada de aparente gratitud—. Él es quien me mantiene en el buen camino. No soy más que su instrumento.
El Cardenal asintió lentamente, satisfecho con la respuesta. Pero la verdadera prueba aún no había terminado.
—Fabián… Sabemos que el Archiconde la purga, Vambertoken, tiene planes. Planes que no son claros para la Santa Sede. —La mirada del Cardenal se endureció—. Necesitamos que alguien, alguien en quien podamos confiar plenamente, esté allí para observar, para asegurarse de que la oscuridad no nos consuma. Necesitamos que seas nuestros ojos… nuestro espía.
El corazón de Fabián dio un vuelco. Esta era la misión. La misión que Vambertoken ya había predicho. Debía aceptar ser un espía, pero un espía no para la Santa Sede, sino para el vampiro. Todo debía desarrollarse según el plan de Vambertoken.
—Eminencia… —respondió con aparente modestia—. No soy digno de una misión tan importante. Soy solo un hombre de fe. No tengo la astucia ni la fortaleza para enfrentar al Archiconde y a su poder oscuro.
El Cardenal lo miró con intensidad, pero en lugar de enfadarse o desconfiar, su rostro suavizó. Parecía que las palabras de Fabián habían tenido el efecto deseado.
—Justamente porque eres un hombre de fe, porque eres humilde, eres el elegido para esta tarea. No habrá otro mejor que tú para resistir la tentación de la oscuridad y traernos la verdad sobre Vambertoken y su boda con Asha Latshiktor.
Fabián asintió, tragándose la angustia y la presión que lo inundaban. Sabía que no podía fallar, que tenía que jugar su papel a la perfección.
—Haré lo que pueda, Eminencia —dijo con una voz temblorosa, pero firme—. Serviré a Dios, tal como siempre lo he hecho.
El Cardenal sonrió por primera vez desde que comenzó la reunión. Sacó un pequeño estuche del cajón y lo colocó frente a Fabián.
—Esto es para ti, Fabián. A partir de ahora, eres un Maestro Caballero Santo. Usa este rango con sabiduría y cuida bien de ti mismo. La Santa Sede confía en ti.
El corazón de Fabián latía con fuerza. Sabía que lo que estaba tomando en sus manos era una mentira. El rango, la confianza, todo. Su lealtad no era para la Santa Sede, sino para María, y a través de ella, para Vambertoken. Sin embargo, debía mantener la máscara puesta. No había elección.
—Gracias, Eminencia. No les fallaré. —Fabián inclinó la cabeza en señal de respeto.
Pero mientras salía de la sala, mientras la puerta se cerraba tras él, supo que nada en su vida volvería a ser igual. La Santa Sede lo había ascendido, lo había convertido en un espía para ellos. Pero él sabía que estaba atrapado en las redes de Vambertoken. Y esa red era mucho más oscura y profunda de lo que cualquiera de ellos podía imaginar.
Al fin y al cabo, nada lo alejaría de María. Nada lo alejaría de la oscuridad que se cernía sobre él, y mucho menos de la voluntad de Vambertoken.
Mientras Fabián enfrentaba su propia batalla interna en la Santa Sede, Julián, por su parte, caminaba por los pasillos que le eran mucho más familiares. Con los años, había aprendido a moverse con cautela y sabiduría entre las sombras de este lugar. Sabía exactamente cómo se jugaban las políticas internas, y sabía que, en su reunión con el Cardenal, tendría que usar todo su ingenio para mantener su lealtad intacta hacia Vambertoken.
El Cardenal que lo esperaba, un hombre con quien Julián había trabajado estrechamente en el pasado, era conocido por su perspicacia política y su mano firme dentro de la Iglesia. Aunque alguna vez habían compartido una relación de confianza, Julián sabía que ya no podía confiar en nadie. El vampiro había cambiado todo, y ahora su vida estaba atada a la oscuridad.
—Julián… —dijo el Cardenal, en un tono que mezclaba lo profesional con lo personal—. Ha pasado mucho tiempo desde que tuvimos una conversación sincera, ¿verdad?
Julián asintió, su rostro mostraba la misma calma que siempre había tenido. Era un hombre que no se dejaba llevar por las emociones visibles, pero por dentro sabía que este encuentro era mucho más peligroso de lo que parecía.
—Es cierto, Eminencia —respondió Julián, inclinando levemente la cabeza en señal de respeto—. Y no estoy seguro de que esta sea una de esas veces.
El Cardenal esbozó una sonrisa que no llegó a sus ojos. Se inclinó hacia adelante en su silla, entrelazando los dedos frente a él mientras observaba a Julián con una mirada penetrante.
—Sabes por qué estás aquí, ¿verdad? —dijo el Cardenal, sin perder el tiempo en rodeos—. Estamos ante una situación delicada con este… Ministerio de Vampiros Convertidos. Sabemos que tú estás en medio de todo esto. El Vaticano te observa, Julián, siempre lo ha hecho.
Julián no respondió de inmediato. Sabía que debía caminar con mucho cuidado. Ser demasiado defensivo lo haría sospechoso, pero tampoco podía mostrarse demasiado colaborador. Era un equilibrio precario. Él ya conocía los murmullos, los rumores que recorrían los pasillos de la Santa Sede sobre su hija. El caso que nunca había sido resuelto, la mancha en su reputación.
—Entiendo vuestras preocupaciones, Eminencia —comenzó Julián, haciendo una pausa como si meditara cada palabra—. Pero creo que sabéis que mi única lealtad está con Dios. Lo que se me ha encomendado en la purga es exactamente eso: la voluntad divina. Y no sé cómo podría ostentar ambos cargos de forma creíble.
El Cardenal asintió lentamente, como si estuviera esperando esa respuesta. Era un hombre que había jugado este juego por más tiempo de lo que Julián podía recordar, y sus movimientos estaban calculados.
—No tienes que preocuparte por eso, Julián —dijo el Cardenal en un tono más suave—. En la Santa Sede, valoramos a los hombres como tú. Hombres que están dispuestos a hacer lo necesario, incluso cuando los tiempos se vuelven oscuros. Y precisamente por eso, quiero ofrecerte una oportunidad.
El cambio en la conversación era evidente. El Cardenal estaba entrando en un terreno más privado, más personal. Julián lo sabía. Esta era la parte donde la verdadera manipulación comenzaba. Y era aquí donde él debía mantener su postura.
—Sé lo que has pasado, Julián. Sé lo que ha significado para ti todo este… asunto con tu hija. —El Cardenal bajó la voz, casi susurrando—. En la Santa Sede, estamos dispuestos a cerrar ese capítulo. Podemos terminar con esa investigación. El caso de tu hija puede ser borrado para siempre. Podríamos incluso ofrecerte una disculpa oficial, una mención formal que restablezca tu honorabilidad ante todos.
El corazón de Julián se detuvo por un segundo. La oferta era tentadora, más de lo que hubiera imaginado. Pero él no podía permitirse flaquear. Sabía que cualquier movimiento en falso lo pondría en peligro a él, a su hija, y a todo lo que Vambertoken había construido. El vampiro tenía el control absoluto sobre su vida, y no podía permitirse arriesgarlo.
—Eminencia… —dijo Julián, eligiendo cuidadosamente sus palabras—. Aprecio profundamente la oferta. Pero no puedo aceptar sin más. Sabéis lo mucho que ha pesado todo esto sobre mí, pero mi lealtad es hacia la misión que se me ha encomendado. No sé si soy el hombre adecuado para llevar ambas cargas.
El Cardenal lo miraba fijamente, como si estuviera esperando ver una grieta en la fachada de Julián. Pero, tras unos segundos, asintió.
—Entiendo tu posición, Julián. —El Cardenal se levantó de su silla, caminando lentamente hacia la ventana—. Pero te aseguro que no estamos ofreciéndote esto por capricho. El Vaticano necesita a alguien como tú en este ministerio. Alguien que esté dentro, que conozca tanto la fachada como las verdaderas intenciones de este… Ministerio de Vampiros Convertidos. Sabemos que Vambertoken está ganando demasiado poder, y necesitamos a alguien que mantenga nuestros intereses a salvo.
Julián mantuvo su mirada fija en el Cardenal. Sabía que este era el momento decisivo. No podía parecer demasiado dispuesto, pero tampoco podía rechazar la oferta. Debía hacer que pareciera que estaba siendo arrastrado a esta situación en contra de su voluntad.
—Eminencia… —dijo finalmente, con un suspiro resignado—. Si este es el camino que debo seguir para proteger a mi hija y para servir a Dios, lo haré. Pero que quede claro que no estoy contento con esta decisión. Esto va en contra de todo lo que creo.
El Cardenal sonrió ligeramente, como si hubiera conseguido exactamente lo que quería.
—Lo sé, Julián. Y es precisamente por eso que eres el hombre adecuado para esta tarea. Sabemos que tu lealtad a la fe es inquebrantable, y eso es lo que necesitamos en estos tiempos oscuros.
Julián asintió una vez más, sabiendo que acababa de aceptar formalmente su papel como espía para la Santa Sede. Pero en su mente, sabía la verdad. Él no era un espía para el Vaticano. Él ya pertenecía a Vambertoken. Y todo esto no era más que un paso más en el plan del vampiro.
Cuando salió de la sala, Julián se sentía aliviado, pero también más atrapado que nunca. Había jugado su papel a la perfección, y ahora era un espía doble. El plan de Vambertoken había sido un éxito, y tanto él como Fabián estaban ahora incrustados profundamente en las entrañas de la Santa Sede, con la única misión de destruirla desde dentro, mientras protegían lo que más amaban.
La noche oscura del Vaticano era solo el preludio de lo que estaba por venir.
Gracias por acompañarnos en este viaje al terror. ¡Nos vemos en el próximo episodio!”
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