El cazador de almas perdidas – Creepy pasta 168. Historias de Terror
El Regalo de bodas de los Vambertoken.
La luz del amanecer apenas comenzaba a filtrarse por las ventanas de los aposentos de Asha. La vampiresa estaba de pie, completamente desnuda frente a un inmenso espejo, sus ojos recorriendo cada pliegue de su eterna perfección mientras María, su fiel escolta, observaba en silencio desde la distancia. Asha siempre había disfrutado de estas ceremonias previas, de la anticipación, y aún más cuando sabía que su presencia destruiría cualquier ilusión de poder en los “mortales” del Vaticano.
—María, querida, —la voz de Asha era dulce, pero en su tono se percibía un filo afilado como un cuchillo—. Vuelve a escoger mi vestido. La última vez lo hiciste tan bien… No me falles ahora. —Sus ojos se clavaron en los de María a través del reflejo del espejo, exigiendo perfección. María sintió cómo un nudo se formaba en su estómago. Sabía que ese gesto, esa petición, era un privilegio… y un peligro.
María, con manos temblorosas, se acercó a la colección de vestidos, buscando uno que exaltara la belleza de Asha más allá de lo imaginable. Sabía que debía ser un vestido que desbordara sensualidad, algo que hiciera sentir insignificantes a aquellos ancianos del Vaticano, y al mismo tiempo, proyectara el poder de los Latshiktor, la familia de Asha. Finalmente, escogió un vestido de gasa negra, apenas translúcido, que envolvía el cuerpo de Asha como una sombra seductora.
—Perfecto, mi querida, —susurró Asha, deslizándose en la tela como si fuera parte de su propia piel—. Hoy, esos asquerosos mortales me adorarán, aunque sea por miedo.
Al otro lado de la puerta, Fabián y Julián esperaban. Asha no tardó en salir al encuentro de ellos, con María siguiéndola en silencio como siempre. Julián y Fabián, hombres del Vaticano, mantenían una calma tensa, sabiendo que, por muy preparados que estuvieran, Asha siempre encontraba una forma de torturarles.
El viaje hacia la Plaza de las Tres Culturas comenzó, y Asha no perdió tiempo en divertirse. Desde el primer momento, dirigió sus palabras hacia Fabián, con un tono cargado de veneno y desprecio.
—Dime, Fabián… —empezó, mientras sus ojos se fijaban en él con una sonrisa sutil—, ¿cómo te sientes sabiendo que has roto cada uno de tus votos? ¿Acaso no fue tu querida María la que te llevó a esto? Rompiste tu castidad, participaste en rituales oscuros… y todo por un poco de placer. —La risa de Asha resonó en el carruaje, fría y cruel—. Eres patético. Si no fuera por mi Seraph, te hubiera hecho pedazos hace mucho tiempo.
Fabián mantenía su mirada baja, luchando por no responder, sabiendo que cualquier palabra sólo empeoraría la situación. Asha lo sabía y disfrutaba de su impotencia.
—¿Qué pensaría tu preciado Vaticano si supiera lo que has hecho? —continuó Asha, inclinándose un poco hacia él, sus labios apenas a centímetros de su oído—. Que arrancaste el corazón de un hombre para alimentar a un licántropo. Que usaste un talismán de sangre. Y ni hablemos de las pociones… —Su risa volvió a llenar el aire—. Tu alma está tan manchada como la mía, querido. ¿Te gusta esa idea? Que tu camino es tan oscuro como el mío.
María, desde su posición, observaba en silencio. Sabía que Asha disfrutaba de estas crueldades, pero la forma en que jugaba con Fabián comenzaba a inquietarla. Sabía que Asha no lo protegía a él, sino a ella. Y eso, de alguna forma, era aún más aterrador. Si Asha decidía que Fabián era una carga, no dudaría en destruirlo.
Pero Asha no había terminado.
—Y tú, Julián, —giró su atención hacia el hombre de mayor rango—. ¿No es divertido cómo el Vaticano no tiene ni idea de la verdad sobre tu hija? —Asha dejó que las palabras flotaran en el aire por un momento, viendo cómo el rostro de Julián se tensaba.
Julián no respondió, pero el miedo en sus ojos era evidente. Sabía que Asha tenía el poder de destruir su vida en un segundo. Sabía que su hija, Laura, estaba destinada a ser la ministra de ese ministerio falso que el Vaticano creía tan importante, y también sabía que si Asha decidía contar la verdad sobre Laura, todo lo que había hecho para protegerla se vendría abajo.
—Oh, no te preocupes, —Asha continuó, deleitándose en la tortura psicológica—. No tengo intención de decir nada… todavía. —Su sonrisa se ensanchó—. Pero no puedo evitar pensar en lo patético que eres, Julián. Convertir a tu propia hija en vampira para salvarla del Vaticano… y ahora, verla convertida en una vampira tan… común. —La burla en su voz era clara—. Una convertida, nada más. No como yo, claro. Pura sangre desde antes del diluvio. Pero, tranquilo, Julián. Tu secreto está seguro… por ahora.
Julián apretó los puños, luchando por mantener la calma mientras las palabras de Asha lo desgarraban por dentro. Sabía que no podía hacer nada. Estaba atrapado. Laura no tenía ni idea de lo que ocurría a su alrededor, ni del precio que su padre había pagado para protegerla.
El carruaje avanzaba hacia la Plaza de las Tres Culturas, donde el Santo Padre y sus 100 guerreros de la Santa Sede los esperaban en secreto. La ceremonia sería un símbolo, una fachada que ocultaba un oscuro pacto entre los Vambertoken y el Vaticano. Asha sabía que este regalo, aunque no lo pareciera, era de gran valor. Permitía a los Vambertoken y al Vaticano intercambiar favores en las sombras, sin que nadie sospechara.
Pero a Asha no le importaba tanto eso. Su mente estaba en su Seraph y en cómo pronto, en tres días, sería su esposa. Asha Latshiktor Vambertoken. El nombre resonaba en su mente como una melodía perfecta.
Cuando el carruaje se detuvo frente a la Plaza, Vambertoken se acercó a Asha, su rostro sereno.
—Querida, —le dijo en tono firme pero suave—, recuerda que esto es importante para nuestra familia. El Vaticano espera que cumplamos con nuestra palabra.
Asha sonrió, con su fría belleza resplandeciendo.
—Por supuesto, mi Seraph. —le susurró—. Haré lo que sea necesario. Pero no esperes que me comporte como una simple mortal. Sería… indigno de mi apellido.
Y con esa última palabra, Asha tomó el brazo de Vambertoken, mientras Fabián, Julián, y María los seguían, cada uno cargando con su propio tormento, sabiendo que estaban atrapados en un juego de poder mucho más grande de lo que jamás imaginaron.
La Ceremonia en la Plaza de las Tres Culturas
La mañana en la Plaza de las Tres Culturas estaba sumida en una extraña penumbra. Las nubes gruesas y pesadas cubrían el cielo, resultado de un elaborado plan del Vaticano para asegurar la reunión a plena luz del día con los vampiros. Una serie de rituales y tecnología avanzada habían creado un clima artificial, cubriendo la plaza y sus alrededores con una densa capa de nubes. Nadie, ni siquiera los humanos comunes, sospechaba lo que realmente ocurría en ese rincón de Ciudad de México.
En el centro de la plaza, rodeado de los cien mejores guerreros de la Santa Sede, se encontraba el Santo Padre, erguido con una mezcla de calma y tensión. Sabía que esta reunión era un evento sin precedentes, con décadas de historia y sangre detrás. A pesar de su fe inquebrantable, el Santo Padre no podía negar que el poder oscuro de los vampiros se sentía en el aire.
Vambertoken y Asha hicieron su entrada, y con ellos, la energía en la plaza cambió de inmediato. Asha avanzaba al lado de su Seraph, radiante de una belleza tan peligrosa como letal. El vestido que había elegido esa mañana, ayudada por María, era un tributo a su vanidad desmesurada, diseñado para robar todas las miradas. Cada detalle de su atuendo estaba pensado para provocar envidia, deseo y miedo.
El vestido estaba confeccionado con seda de las más finas telas, bañada en oro puro, y los hilos estaban adornados con pequeñas gemas que parecían brillar con luz propia. La prenda abrazaba su cuerpo perfecto, destacando sus curvas de una manera que solo alguien con la confianza y la arrogancia de Asha podría llevar. El escote profundo se adentraba hasta su cintura, dejando poco a la imaginación, pero de una manera que irradiaba poder, no vulnerabilidad. El dorado del vestido contrastaba con su piel pálida y perfecta, creando un efecto casi divino. Las mangas largas caían graciosamente, adornadas con zafiros incrustados que brillaban con cada movimiento.
Al caminar, la falda del vestido se deslizaba por el suelo como una ola de luz, revelando sus largas piernas a cada paso. En los bordes del vestido, pequeñas manchas de sangre, invisibles para los humanos, le recordaban el festín sangriento en el que había participado recientemente. Para Asha, esas manchas no eran un defecto, sino un detalle que resaltaba su supremacía, un toque de vanidad y lujuria en cada costura.
María, quien la seguía de cerca, sentía la presión de haber sido la encargada de escoger aquel vestido. Sabía que cada mirada en la plaza estaría centrada en Asha, y cualquier error podría costarle muy caro. Aunque Asha le mostraba un cierto afecto, María nunca dejaba de sentir el filo de la cuchilla emocional que su protectora usaba para mantenerla a raya.
Fabián y Julián, que escoltaban a Vambertoken, caminaban con tensión evidente. Fabián sentía cada palabra que Asha le había dicho durante el viaje como una daga clavada en su mente. Asha se había deleitado torturándolo psicológicamente, recordándole cada uno de sus pecados: romper sus votos de castidad, su relación secreta con María, su participación en la cacería para alimentar a Drex, el uso de talismanes de magia oscura y pociones alquímicas. No había rincón en su mente que Asha no hubiese explorado, y cada vez que ella sonreía, Fabián sentía que su alma se desgarraba un poco más.
Asha miró a Fabián por el rabillo del ojo y esbozó una sonrisa cruel. —Dime, Fabián—susurró—, ¿crees que algún día expiarás tus pecados? —Su tono era dulce, pero lleno de veneno—. O tal vez… ¿ya has aceptado que tu alma me pertenece?
Fabián no pudo responder. Estaba paralizado por la vergüenza, sabiendo que cualquier intento de defenderse solo le daría más poder a Asha.
Julián, aunque en una posición superior dentro del Vaticano, no estaba a salvo de las burlas de Asha. El secreto de Laura, su hija convertida en vampira, pesaba en su corazón. Había hecho un pacto con Vambertoken para salvar a su hija, convirtiéndola en vampira para esconderla de los inquisidores del Vaticano. Ahora, su hija estaba condenada a una vida eterna con la apariencia de una joven de 17 años, y Asha se aseguraba de recordarle constantemente que su descendencia nunca sería tan perfecta como la suya.
—Ah, Julián—murmuró Asha, dirigiéndose a él con una dulzura venenosa—, ¿cómo te sientes al ver a tu hija aquí? Una vampira convertida, tan… inferior. Debe ser difícil para ti, sabiendo que jamás alcanzará la perfección de la sangre pura.
Julián apretó los dientes, pero no respondió. Sabía que cualquier palabra podría desencadenar una tormenta que no podría controlar. Asha disfrutaba con su sufrimiento, y cualquier intento de resistencia solo la divertiría más.
Cuando el grupo llegó al centro de la plaza, los cien guerreros del Vaticano rodeaban al Santo Padre. La tensión en el aire era palpable, un enfrentamiento de poderes sagrados y profanos. Vambertoken avanzó con su característica calma, inclinando ligeramente la cabeza hacia el Santo Padre en señal de respeto, aunque no de sumisión.
El Santo Padre, por su parte, observaba a Asha con desconfianza. Sabía muy bien el tipo de poder que representaba, y la historia de su familia, los Latshiktor, le recordaba las interminables guerras que habían librado contra el Vaticano en el pasado.
—Su Santidad—dijo Vambertoken, con una voz que resonaba en toda la plaza—, puede confiar plenamente en mi prometida. En tres días, será una Vambertoken por la eternidad. Su lealtad será tan firme como la mía.
El Santo Padre asintió lentamente, aunque sus ojos seguían llenos de duda. Sabía que esta reunión era solo una fachada, un juego peligroso de poder. Pero no tenía otra opción. El Ministerio de Vampiros Convertidos debía activarse, y los acuerdos clandestinos con la familia Vambertoken eran esenciales para mantener el equilibrio de poder.
Mientras Vambertoken hablaba, Asha se permitió una sonrisa de satisfacción. Miró a Fabián y Julián con un destello de diversión en sus ojos. Sabía que ellos también jugaban sus papeles en este teatro, y la idea de atormentarlos más tarde la hacía sentir más viva que nunca.
—Espero que no decepcionen hoy—murmuró Asha, con una sonrisa torcida—. Especialmente tú, Fabián. Recuerda que, aunque te hayas entregado al pecado, sigues siendo un juguete de mi Seraph. Y no quiero que mis juguetes se rompan tan pronto.
La mirada de Fabián estaba clavada en el suelo, su rostro una mezcla de humillación y resignación. Sabía que no importaba lo que hiciera, Asha siempre encontraría una manera de quebrarlo.
La reunión en la Plaza de las Tres Culturas apenas había comenzado, pero para Asha, el juego ya estaba en marcha. María, siempre a su lado, mantenía el rostro sereno, aunque por dentro, cada vez más se daba cuenta del monstruo que Asha realmente era. Sabía que, por ahora, su cercanía con la vampiresa la protegía, pero al mismo tiempo, la aterraba pensar en lo que Asha haría si algún día dejara de ser su favorita.
La ceremonia pública era solo el comienzo, y tanto Asha como Vambertoken sabían que el verdadero juego se libraba en las sombras, donde los acuerdos secretos entre vampiros y el Vaticano se decidirían.
El Santo Padre y Vambertoken se retiraron hacia un rincón más apartado de la plaza, escoltados por los guardias de la Santa Sede. A su lado, como una sombra imponente y constante, estaba Asha. La vampiresa no se separaba del brazo de su Seraph, con la cabeza alta y la mirada fría, como si estuviera lista para proteger a su amado de cualquier traición. El vestido dorado que llevaba relucía incluso en la penumbra artificial que había sido creada para ellos.
El Santo Padre caminaba en silencio, consciente del poder que lo rodeaba. Sabía que las decisiones que estaba por tomar eran fundamentales para el equilibrio entre el Vaticano y los vampiros. Vambertoken, siempre calculador, fue el primero en romper el silencio.
—Su Santidad—comenzó Vambertoken, su voz resonando como un eco en la plaza vacía—, hoy, ante los ojos del mundo, hemos cumplido con la fachada que necesitábamos. Pero es en las sombras donde el verdadero acuerdo se llevará a cabo.
El Santo Padre asintió con solemnidad, su expresión impenetrable. Sabía que esta reunión no era para ceremonias vacías, sino para hablar de lo que realmente importaba: el acuerdo clandestino entre el Vaticano y la familia Vambertoken.
—Los prisioneros, como hemos acordado, serán transferidos de manera discreta—continuó Vambertoken, con una sonrisa controlada—. Tanto los nuestros como los suyos, aquellos que necesitamos desaparecer o silenciar sin dejar rastro, serán intercambiados de forma extraoficial.
El Santo Padre lo miró con gravedad, su mente procesando las implicaciones de tal pacto. Asha, siempre a su lado, disfrutaba del momento. Ver a su Seraph tejer los hilos de un acuerdo tan oscuro y peligroso le traía una satisfacción morbosa.
—Pero que quede claro, Su Santidad—añadió Asha, interrumpiendo con su tono seductor y amenazante al mismo tiempo—, nosotros somos los que llevamos el control. El Vaticano podrá pedir nuestra ayuda, pero serán ustedes quienes estarán a merced de nuestra voluntad. Después de todo, mi familia lleva siglos superando a cualquiera de sus estrategias.
El Santo Padre mantuvo su compostura, aunque la presencia de Asha claramente lo incomodaba. Sus ojos se cruzaron con los de Vambertoken, buscando alguna señal de lealtad.
—Pueden confiar en mi prometida—dijo Vambertoken, con una seguridad que hizo eco en el ambiente—. Ella será una Vambertoken en pocos días, y su lealtad será tan firme como la mía. Este pacto será el comienzo de una nueva era de colaboración.
El Santo Padre asintió, sabiendo que no tenía otra opción. La guerra que se avecinaba con los separatistas dentro del Consejo de Ancianos Vampíricos requería aliados poderosos, aunque fuesen monstruos.
Mientras tanto, en el centro de la Plaza de las Tres Culturas, la ceremonia pública seguía su curso. Laura, la hija de Julián, estaba de pie junto al vampiro convertido de Ragnarok, quien se arrodillaba frente a ella. Su rostro reflejaba una inocente devoción mientras comenzaba a recitar las palabras del ritual, dándole la bienvenida a este vampiro a los caminos de la fe.
El vampiro de Ragnarok, apenas consciente de lo que ocurría a su alrededor, seguía el guion preestablecido. Para él, esta era la única manera de sobrevivir, su castigo por haber sido derrotado por las fuerzas de la Purgación. Aceptar el camino de la luz era su única opción, aunque en su corazón sabía que su destino ya estaba sellado.
—Que el Señor ilumine tu alma—dijo Laura, con una voz suave, mientras tocaba la frente del vampiro—, y te guíe de regreso a la luz, a pesar de las tinieblas que ahora te rodean.
Los guardias del Vaticano observaban la escena con respeto, sin saber que la verdadera naturaleza del Ministerio de Vampiros Convertidos era una fachada para algo mucho más oscuro. Laura, completamente ajena al plan secreto de su padre y de Vambertoken, veía en su ministerio una oportunidad para redimir a los vampiros convertidos, ayudándolos a encontrar la luz de Dios.
De vuelta en el rincón apartado, el Santo Padre terminó la conversación con Vambertoken con un susurro lleno de solemnidad.
—Que Dios nos guíe a todos en esta nueva era de oscuridad y luz.
Vambertoken asintió y dio un paso atrás, ofreciendo una reverencia. Asha, por su parte, le lanzó una última mirada al Santo Padre, una mezcla de desprecio y satisfacción. Mientras se alejaban, ella le susurró a Vambertoken al oído.
—Mi Seraph, ya no hay vuelta atrás. Este es el comienzo del dominio eterno.
Gracias por acompañarnos en este viaje al terror. ¡Nos vemos en el próximo episodio!”
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