El cazador de almas perdidas – Creepy pasta 111.
Amores Prohibidos en las Líneas de Nazca.
La noche había caído en silencio sobre el desierto de Nazca, cubriendo todo con una oscuridad densa y profunda. Las estrellas parecían infinitamente más brillantes en ese vasto cielo despejado, y el viento helado susurraba entre las antiguas líneas trazadas en la tierra. En ese entorno místico, alejado de los ojos vigilantes del Archiconde y de las fuerzas de Oricalco, Fabián y María se preparaban para uno de los encuentros más peligrosos y clandestinos que jamás habían tenido.
Ambos habían acordado encontrarse al otro lado de las líneas de Nazca, un lugar lo suficientemente lejos para estar fuera del alcance de los curiosos, pero lo suficientemente cerca como para poder regresar sin levantar sospechas. María llegó primero, su silueta se dibujaba a la luz de la luna, inquieta, como si incluso la naturaleza misma estuviera al tanto del pecado que ambos estaban a punto de cometer.
Fabián llegó poco después, su caminar era más lento, más pesado. Cada paso hacia María era una batalla interna entre su fe y el deseo que lo consumía. En su mente, los ecos de su voto de castidad resonaban con cada movimiento, pero el rostro de María… esa presencia ineludible… se había convertido en su mayor tentación y su mayor sufrimiento.
Cuando estuvieron finalmente frente a frente, el silencio fue lo primero en hablar. Ninguno de los dos sabía cómo comenzar la conversación que ambos sabían que debía ocurrir. Había tanto en juego, tantas emociones reprimidas que luchaban por salir a la superficie.
—Fabián… —comenzó María, su voz apenas un susurro entre el viento—. No podemos seguir así.
Fabián la miró, su rostro cargado de una mezcla de deseo y culpa. Sabía que lo que estaban haciendo era peligroso, no solo para ellos, sino para todo lo que representaban. Pero también sabía que no podía mantenerse alejado de ella, no ahora.
—Lo sé —respondió Fabián, su voz baja y temblorosa—. Pero no sé cómo detener esto… No sé cómo alejarme de ti.
María bajó la mirada, sus manos temblorosas jugando con los pliegues de su ropa. Ella también lo sentía, la duda constante de si los sentimientos de Fabián eran realmente suyos o si seguían siendo un eco de la magia que alguna vez usó sobre él. El peso de esa incertidumbre la atormentaba.
—¿Y si…? —empezó María, sin poder mirarlo directamente a los ojos—. ¿Y si todo esto sigue siendo parte de la magia? ¿Y si lo que sientes por mí no es real, sino algo que yo te impuse sin darme cuenta?
Fabián se acercó a ella, colocando sus manos sobre las de María, sintiendo el frío de sus dedos mezclarse con el calor que emanaba de los suyos. Sus ojos, llenos de incertidumbre y conflicto, la miraron con una intensidad que apenas podía soportar.
—No sé qué es real y qué no, María —admitió Fabián, con una honestidad desgarradora—. No puedo diferenciar si lo que siento es auténtico o si es algo que ha sido influenciado. Pero lo único que sé con certeza es que no puedo evitarlo. No puedo dejar de pensar en ti… en nosotros. El pecado original, como dicen, siempre ha estado dentro de mí. No puedo seguir ocultándolo.
María sintió una punzada en su pecho. Las palabras de Fabián eran un reflejo de su propio dilema interno. Ambos estaban atrapados en una mentira dentro de otra mentira. Fabián, un hombre de fe, un siervo del Vaticano, atado por votos que ya no podía cumplir. Y ella, una mujer cuya magia había cruzado líneas que nunca debió haber tocado.
—¿Y si nos descubren? —preguntó María, su voz temblorosa—. Si Tatiana y Drex lo descubren, pensarán que sigo manipulándote. Pensarán que estoy jugando contigo, que te he hechizado de nuevo.
—Lo sé —dijo Fabián, con una seriedad que no había mostrado antes—. Y eso es lo que me aterra. Drex nunca lo entendería, y Tatiana… tampoco lo aceptaría. Para ellos, siempre serás esa mujer que me hechizó, que jugó con mi mente. Pero yo sé que no es así. Yo sé que esto… lo que estamos viviendo… es diferente.
Los dos quedaron en silencio por un largo momento, dejando que la brisa fría del desierto los envolviera. Cada palabra que compartían, cada mirada, cada roce nervioso de sus manos les recordaba lo prohibido de su relación. Un amor que, por donde lo mirasen, estaba condenado.
Fabián, con su voz quebrada por la culpa, murmuró:
—El Vaticano nunca permitiría esto. Estoy rompiendo mis votos. Rompiendo todo por lo que he vivido.
María lo miró, sabiendo que, aunque Fabián intentaba ser fuerte, el duelo moral dentro de él crecía con cada segundo. Acarició su rostro con suavidad, tratando de aliviar el peso de sus palabras.
—No puedo pedirte que sigas conmigo —susurró ella—. No puedo pedirte que abandones todo lo que eres. Pero tampoco puedo dejarte. No ahora.
Sus palabras, tan sinceras como desgarradoras, parecían resonar en la vasta extensión del desierto. Fabián cerró los ojos por un momento, sintiendo el roce de los dedos de María en su piel. Quería olvidarse de todo, de sus votos, de su responsabilidad, del pecado que cargaba con él cada vez que la miraba. Pero el remordimiento estaba siempre ahí, recordándole quién era y lo que estaba sacrificando.
—No sé qué hacer, María —confesó finalmente—. No sé cómo seguir adelante sin ti. Y al mismo tiempo, siento que cada vez que estamos juntos, me alejo más de lo que alguna vez fui.
María no respondió de inmediato. En lugar de eso, acercó sus labios a los de Fabián, en un beso breve y cargado de una tensión que parecía imposible de deshacer. Era un beso nervioso, casi temeroso, como si ambos supieran que en cualquier momento podrían ser descubiertos. Sus manos se entrelazaron, inquietas, como si buscaran aferrarse a algo real en medio de todo el caos.
—¿Crees que… Vambertoken podría ayudarnos? —preguntó María de repente, rompiendo el silencio y sorprendiéndose a sí misma por la pregunta.
Fabián frunció el ceño, claramente desconcertado.
—¿Qué quieres decir?
—Él protege a Tatiana y a Drex —continuó María—. Tal vez… tal vez podría hacer lo mismo por nosotros. Podría mantenernos ocultos, proteger nuestra relación. Nadie tendría que saberlo.
Fabián retrocedió un paso, procesando lo que María estaba sugiriendo. La idea de recurrir a Vambertoken para proteger su relación era tentadora, pero también peligrosa. Sabía que el vampiro tenía sus propios intereses, y al igual que Julián estaba a merced de él, Fabián temía terminar en una posición similar.
—No sé, María… —dijo finalmente—. Pedirle algo así a Vambertoken… Es arriesgado. Él siempre tiene un precio, y no estoy seguro de que podamos pagarlo.
María asintió, sabiendo que Fabián tenía razón. La idea de recurrir a Vambertoken era tentadora, pero también podía llevarlos a una situación aún más complicada. Por el momento, lo único que podían hacer era mantener su relación en secreto, alejados de los ojos de Oricalco y del Vaticano.
Ambos quedaron en silencio, sintiendo el peso de sus decisiones y la fragilidad de su amor. Pero antes de que pudieran decir algo más, Fabián sintió una presencia familiar a sus espaldas.
—Fabián —dijo una voz profunda, cargada de emociones.
Fabián se giró bruscamente, encontrándose cara a cara con Julián, su antiguo maestro. El corazón le dio un vuelco, sabiendo que ya no había vuelta atrás. Julián lo había seguido, lo había visto todo.
—Maestro… —murmuró Fabián, incapaz de encontrar las palabras.
Julián, sin embargo, no lo miraba con ira ni decepción. En sus ojos solo había comprensión, una comprensión profunda y dolorosa.
—Sabía que algo estaba ocurriendo —dijo Julián, acercándose lentamente—. Lo vi en tus ojos durante nuestra conversación. No podías ocultarlo.
Fabián bajó la cabeza, avergonzado, sintiendo que el peso de sus acciones lo aplastaba.
—Lo siento… —murmuró—. No quería que lo descubrieras así.
Julián suspiró, deteniéndose justo frente a él.
—No tienes por qué disculparte —dijo suavemente—. He vivido mucho tiempo, Fabián, y he visto más de lo que puedas imaginar. No soy ajeno a lo que estás sintiendo.
María, al escuchar la conversación entre Fabián y Julián, supo de inmediato que no era su lugar continuar allí. La vergüenza la consumía, sabiendo que había sido descubierta. Apretó la mano de Fabián una última vez, sintiendo la calidez que siempre la había tranquilizado, pero ahora, esa cercanía solo aumentaba el peso de la situación.
—Debo irme —susurró, su voz quebrada por la emoción.
Fabián la miró con dolor en los ojos. Quería detenerla, pero sabía que no podía. No en ese momento. Julián, su maestro, merecía una explicación, y la presencia de María solo complicaría las cosas.
María se apartó lentamente, bajando la mirada, sintiendo la presión de todo lo que habían estado escondiendo. Los pasos se le hacían pesados mientras se alejaba, sintiendo que dejaba un pedazo de su alma con Fabián. Pero no podía quedarse. Sabía que Julián y Fabián necesitaban ese momento a solas.
Con el viento frío del desierto envolviéndola, María se desvaneció en la oscuridad, dejando a Fabián y a Julián bajo el inmenso cielo estrellado, en un silencio que parecía tan vasto como las líneas de Nazca que los rodeaban.
Cuando María desapareció de su vista, Fabián sintió un vacío que le atravesaba el pecho. Respiró profundamente, intentando encontrar las palabras para enfrentarse a Julián. Su antiguo maestro estaba allí, firme, con una expresión que Fabián no podía descifrar del todo. No había enfado, pero tampoco aprobación. Lo que había en los ojos de Julián era más complicado que eso: un entendimiento profundo, pero también un rastro de tristeza.
—No esperaba que lo descubrieras así —confesó Fabián, su voz temblando ligeramente—. Pero creo que, en el fondo, sabías que esto estaba ocurriendo.
Julián asintió lentamente, caminando hacia él con pasos medidos. Las estrellas iluminaban tenuemente su rostro, haciéndolo parecer más cansado, como si el peso de los años y las experiencias lo estuviera aplastando en ese momento.
—Siempre supe que había algo que no me estabas diciendo —dijo Julián, su tono tranquilo, pero firme—. Pero no soy quién para juzgarte. No después de todo lo que yo he hecho.
Fabián levantó la vista, sorprendido por las palabras de su maestro. Durante toda su vida, había visto a Julián como un ejemplo de rectitud y sabiduría. Pero ahora, al escuchar la admisión de sus propios errores, Fabián sintió que la relación entre ellos cambiaba de manera irrevocable.
—Yo… —Fabián buscaba palabras—. No sé cómo llegamos aquí. Cada día siento que me alejo más de lo que alguna vez fui. No soy el hombre que eras tú. No tengo la fuerza para resistir este pecado.
Julián suspiró y puso una mano en el hombro de Fabián, un gesto paternal que resonaba con la historia compartida entre ellos.
—Todos cargamos con nuestros pecados, Fabián —dijo suavemente—. Yo también lo hice. Y tú lo sabes. Fui manipulado por Vambertoken debido a mis propios errores. Cuando me enamoré de una humana, y de esa relación nació mi hija, que luego se convirtió en vampira, Vambertoken intervino para ayudarme a encubrir todo. Desde entonces, he estado a su merced.
Fabián recordó ese momento. Había estado presente cuando Julián confesó su relación con una humana y cómo eso lo había atado a Vambertoken. En aquel entonces, la revelación había sacudido su confianza en su maestro, pero también lo había humanizado. Ahora, en esta nueva situación, Fabián veía las cosas de una manera diferente.
—Así que, lo que estás sintiendo —continuó Julián—, no es diferente de lo que yo pasé. Sé lo que significa estar atrapado entre el deber y el deseo. La diferencia es que tú aún tienes una oportunidad para elegir. Aún puedes decidir cómo vivir con lo que sientes, y lo que estás dispuesto a sacrificar.
Fabián sintió cómo esas palabras calaban hondo en su alma. Julián no estaba juzgándolo, no lo veía como alguien que había fallado. En cambio, lo estaba ayudando a ver que la lucha moral que estaba librando era parte de su humanidad, parte de su naturaleza.
—Siento que ya he fallado —admitió Fabián, con la voz entrecortada—. No puedo cumplir mis votos, no puedo mantenerme fiel a lo que juré ser.
—La fe no es algo que se mantenga intacto sin ser desafiada —dijo Julián, con una mirada comprensiva—. Y la pureza no es algo que uno mantenga sin errores. Lo que importa es cómo eliges enfrentarte a esos desafíos. Nadie es perfecto, Fabián. Ni siquiera los hombres de fe.
Fabián apretó los puños, sintiendo la confusión arremolinarse dentro de él. Su corazón latía con fuerza, cada latido un recordatorio del conflicto entre su fe y el amor que sentía por María. Pero escuchar a Julián le daba algo de consuelo. Si su maestro había enfrentado algo similar y había sobrevivido, tal vez él también podría encontrar una forma de reconciliarse consigo mismo.
—No sé cómo seguir adelante —dijo Fabián finalmente, su voz quebrada—. No sé cómo enfrentar esto sin perderme.
Julián lo miró con ternura, comprendiendo el dolor que su antiguo aprendiz sentía.
—Lo primero que debes hacer es aceptar lo que eres, Fabián. Eres un hombre de fe, pero también eres un ser humano con deseos, con pasiones. No puedes suprimir eso para siempre, porque eventualmente te destruirá. Lo que puedes hacer es encontrar un equilibrio. Nadie te pide que seas perfecto. Solo que seas honesto contigo mismo.
Fabián dejó que las palabras de su maestro resonaran en su mente. Era la primera vez que alguien le decía que estaba bien no ser perfecto, que estaba bien sentir lo que sentía. Y aunque la culpa seguía allí, el peso en su pecho parecía un poco más liviano.
—No sé qué haré —dijo Fabián, con sinceridad—. Pero sé que no puedo seguir viviendo en esta mentira para siempre.
Julián asintió, sabiendo que Fabián aún tenía un largo camino por delante. Pero también sabía que su antiguo aprendiz tenía la fortaleza necesaria para enfrentarlo, aunque él mismo aún no lo creyera.
—No tienes que decidir todo ahora —dijo Julián—. Pero debes estar preparado para las consecuencias de tus decisiones. Lo que hagas a partir de aquí cambiará tu vida, pero lo importante es que lo hagas por las razones correctas, no por miedo o culpa.
Fabián asintió lentamente, agradecido por las palabras de su maestro. Aunque aún estaba inmerso en el caos de sus emociones, tener a Julián a su lado le daba la fuerza para seguir adelante.
La conversación entre ambos terminó en un silencio compartido, un entendimiento tácito de que lo que estaban viviendo era mucho más complejo de lo que las palabras podían abarcar. Fabián miró una vez más hacia el lugar donde María había desaparecido en la oscuridad, sabiendo que su camino junto a ella sería difícil. Pero, por primera vez, sintió que no estaba completamente perdido.
—Gracias, maestro —dijo Fabián, con una gratitud profunda en su voz—. No sé qué haría sin tus palabras.
—Siempre estaré aquí para ti, Fabián —respondió Julián—. Pase lo que pase, nunca estarás solo en esto.
Ambos hombres se dieron la mano en un gesto cargado de respeto y afecto. Aunque el futuro era incierto, ambos sabían que, juntos, podrían enfrentarlo.
El desierto de Nazca permanecía en silencio bajo el vasto cielo estrellado, mientras Fabián y Julián caminaban de regreso al campamento. Ambos sabían que había mucho más por resolver, pero por ahora, la noche les ofrecía un pequeño respiro en medio de la tormenta que se avecinaba.
Gracias por acompañarnos en este viaje al terror. ¡Nos vemos en el próximo episodio!”
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